Hoy, 20 de mayo, cumplo 86 años. Es un día común. ¡Siempre lo ha sido! Me levanté a las cinco de la mañana. Preparé agua de panela pura porque la leche ha huido de esta casa hace por lo menos tres meses. El humo que emerge de la leña rodea mi cuerpo y, a través de él, los recuerdos bailan en mi mente, inician su función y se van evaporando a medida que se diluye la humareda con el viento.
Recordé, en fracción de segundos, la desgraciada vida de mis vecinos, que no sé ya si es igual o peor a la mía.
A este valle de lágrimas llegamos hace 60 años y lo mal llamamos «El progreso». Irónico, ¿no les parece?
Un suave hilo unía nuestros esfuerzos en la lucha constante por construir nuestro porvenir, buscando sin cesar la legalización de nuestro infierno.
En ese remoto tiempo, contaba ya con 2 hijos. Anita y Juan que eran mi motivo para luchar contra todo para que pudieran ser felices o menos desdichados que yo.
Trabajaba como empleada doméstica, en la casa de doña Martina. Oh mujer afortunada. Bendecida por la vida. Era la fiel representación de aquellos que nacen con estrella.
Yo no podía evitar comparar la vida de ella con la mía. Tenía una casa muy lujosa pero realmente lo que más me impactaba era el baño que tenía una tina y todo lo que tienen los baños. Nosotros no tenemos ni siquiera agua. El Gobierno no lo permite por ser invasores de tierras abandonadas. Pero nosotros no nos rendimos y dos días a la semana vamos a un río con ollas y baldes. Cada familia carga con el tan anhelado líquido, similar al karma que llevamos sobre nuestras espaldas, como aquella cruz que arrastramos desde que nacemos hasta la muerte.
¿Baño? No. Nosotros tenemos una letrina comunitaria de la cual brota un olor desagradable muy poco saludable para nuestros niños. Por eso muchos enferman de tifo.
Otra cosa para destacar son los pies de Martina, bellos y blancos como el marfil. Los míos quemados por el sol y magullados de tanto pasear por los caminos del dolor.
Dejando a mi jefa a un lado y regresando a mi historia, tuve 4 hijos más. Ya Anita y Juan tuvieron sus hijos y todos vivimos como una gran familia. Hijos hermanos y nietos en una casa de tabla y lata, en una sola habitación.
Hoy, comprendo la importancia de los anticonceptivos, pero ya es como tarde para eso.
Gracias a los años, que no llegan solos, perdí mi empleo. Ya no hubo ni para el arroz con lentejas que no faltaban en nuestros platos plásticos, azul pálido, desgastados y mordisqueados por los ratones.
Mis hijos no cesaban de buscar empleo, pero siempre rechazados por no saber leer ni escribir. Mi hijo menor, después de intento tras intento, encontró un trabajo y traía constantemente un pequeño mercado para todos. Nunca supe de qué se trataba. El trabajo fue un misterio sin resolver.
Una noche salió con unos vecinos para una cantina. Según nos informó la Policía, estaba tomándose una cerveza cuando dos hombres bajaron de una moto, le dispararon varias veces y huyeron en medio de la oscuridad. Ese fue el episodio más doloroso de mi vida. Como no teníamos ni un solo peso, nuestros solidarios vecinos se reunieron en la capillita del barrio. Uno a uno, en fila, depositaba lo poco que tenía en sus bolsillos con lágrimas rodando por el rostro y las palabras de aliento que brotaban de sus labios. Afortunadamente, con esas ayudas pudimos darle santa sepultura a aquel pedazo de mi vida, de mis entrañas.
Después de eso, levantarme a un nuevo día carecía de sentido. En mi mente solo prevalecía la idea de morir. Quería abandonar este infierno, partir a un mundo mejor, donde no existiera tanta desigualdad e injusticia. Decidí cortar mis venas de la misma manera que corté mis sueños. Perdí la conciencia y cuando desperté, para sorpresa mía, estaba rodeada de médicos y lágrimas. Me presentaron a Sofía, la integrante de un voluntariado, quien me abrió los ojos y me llenó de nuevas esperanzas.
Pero la dicha no duró mucho. Comenzó a llover muy fuerte y el sol de la ilusión se vio opacado. Nuestro barrio está en zona de riesgo. Nunca le pusimos atención a eso. Pero, el día llegó. Hubo un deslizamiento y cada una de nuestras casas cayeron como fichas de un domino, una a una.
Solo quedaron tablas, latas y olvido.
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