José vivía en un pequeño pueblo entre montañas. A pesar de su corta edad, apenas contaba siete años, recorría las calles y carreteras de los alrededores en busca de algo que echarse a la boca. Tercer hijo de una familia numerosa, era el único varón, y por consiguiente el beneficiario de los golpes y palizas que le eran propinados a la más mínima queja de sus hermanas. Por tal motivo, solía gastar sus horas en la calle, rodeado de otros desarraigados como él. Cuando el tiempo lo permitía, buscaban una piedra lo bastante grande y redondeada, y jugaban al fútbol, aunque eso conllevara algún corte y más de un chichón. Y cuando llovía, se refugiaban debajo de unos árboles, o se metían en cualquier cueva para inventarse historias en los que ellos eran los héroes, los ricos, los que nadaban en la abundancia de pan o de frutas.

Al anochecer, cuando ya las farolas comenzaban a romper la oscuridad que los iba envolviendo, José volvía a su casa sin saber lo que se encontraría. Si había suerte, y estaban a principios de mes, su madre lo mandaba al molino con el millo para que se lo tostaran y molieran. Allí, en la cola, a la espera de tan preciado tesoro, José se entretenía haciendo dibujos con un palo en la tierra.

Un día, mientras dibujaba una casa con enredaderas, llegó un hombre. Vestía una camiseta blanca y sobre el pecho llevaba una pequeña cruz de color rojo. Sin decir nada se quedó contemplando el dibujo que poco a poco iba surgiendo de aquellas manos.

–  Tienes mucho talento, dijo al cabo de un rato.

–  ¿Eso qué es? – preguntó José desconcertado.

–  Pues que dibujas muy bien. ¿Te enseñaron en la escuela?

–  No, nadie me enseñó. Además, no suelo ir a la escuela.

–  ¿Por qué?

–  Porque con los libros no se come y yo tengo hambre.

El hombre se quedó pensativo unos instantes.

–  Vamos a hacer una cosa. Si yo te doy comida todos los días para ti y tu familia, ¿me prometes que irás a la escuela?

–  ¿Y para qué voy a ir?

–  Para que aprendas a leer, a escribir, a contar, y a hacer dibujos mucho mejores de los que haces ahora.

–  ¿Y de verdad me darás comida?- preguntó José tras unos instantes de silencio.

–  Por supuesto. Tú dime dónde vives y yo te prometo que todas las semanas tendrás alimentos en la despensa.

–  Está bien, dijo José. Te lo prometo.

Dos días después, José se despertó con el olor a café recién hecho y a tostadas con mantequilla. No podía creer que aquello fuese cierto. Después de todo, aquel hombre había cumplido su promesa. Ahora le tocaba a él cumplir la suya. Se tomó su desayuno muy despacio, se aseó y se dirigió a la escuela, dispuesto a aprender todo lo que aquellos maestros estuviesen dispuestos a enseñarle.

Con el tiempo, José se convirtió en un magnífico delineante y en un excelente médico que dedicó toda su vida a sanar los cuerpos y almas de los enfermos más necesitados, y nunca olvidó al hombre de la camiseta blanca con una pequeña cruz de color rojo sobre el pecho que un día le hizo el regalo más valioso del mundo. 

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