Inexorable, el convoy avanza hacia el incierto destino que me aguarda en una estación. Mi ritmo cardíaco está sincronizado con su marcha: si la máquina acelera, las pulsaciones se desbocan; cuando los vagones se detienen, el miocardio se relaja. Aunque intento abstraerme observando el paisaje y escrutando a los demás pasajeros, únicamente consigo evocar de nuevo su dulce rostro. Si no está esperando, habré perdido otra partida. Me sentiré arruinado, necesitaré volver a lanzar los dados del amor y no sé qué haré con estas flores. Pero si ella se encuentra allí, si me sonríe desde el andén, entonces habré alcanzado el paraíso.
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