Odio vivir en el Centro. Odio el ruido de las pisadas de primera hora de la mañana. Al principio tenía su punto ese soniquete de tacones y suelas, pero ya no. Es mi despertador y a nadie le gusta el sonido de su despertador. Además, querría tener una persiana, algo pa restarle horas de luz al día. Y más aún ahora en verano.

No me importa dormir en el suelo, ni ser un homles, un mendigo, un indigente, un vagabundo o lo que quiera que sea lo que dicen que soy. Lo que sí me da por culo es este tumulto de gente de acá para allá. Pero el bisnes es el bisnes y el Centro me da lo que necesito pa vivir.

Hoy no tengo demasiada resaca. Mientras me estiro, echo un vistazo general. Nada nuevo bajo el sol. Si acaso aquel menda sentao en el banco, tan pancho. Doy un trago de agua y me lío un cigarrillo. A ver cómo se da el día.


Luis llevaba ya rato sentado en el banco. Su mirada se mecía en el tránsito difuso de la gente. Una ráfaga de aire fresco matinal le sirvió de señal para ponerse manos a la obra. Sacó su cuaderno y comenzó a escribir.

“Vivir en pleno Centro de Madrid había sido siempre unos de sus sueños. Su imaginación, cuando aún era ambiciosa, había diseñado un hogar con estancias de techo alto, ventanales enormes, y unas bonitas vistas.

Pero la realidad de Ramón era bien distinta. Yacía en el suelo, abandonado, borroso al fondo de una marabunta de gente. El cielo era su techo alto y sus ventanales eran la panorámica de su propia mirada.

La manera en la que Ramón había acabado tirado en la calle podía resumirse con una sola palabra: Costello.

De hecho, para soltar lastre, Ramón se esforzaba una y otra vez en reducir todos sus recuerdos al absurdo de aquella única palabra.

El síndrome de Costello se había llevado a su hijo Iván con sólo 3 años y medio. Esa maldita enfermedad rara lo había enrarecido todo para siempre. Llamar raro a aquello era un piropo. Había sido un infierno.

Lo que había venido después había sido muy complejo, pero el paso del tiempo acabó transformando los hechos en un simple efecto dominó.

La llegada de la crisis fue rara, su despido fue extraño, la bebida fue un perro verde al que sacar a pasear todas las tardes, y su matrimonio derivó en una abstracción imposible de recomponer. La vida fue rara con Ramón, y ahora Ramón era raro.

Al poco de despertar, Ramón bebió un poco de agua y fumó un cigarrillo. Se desperezaba como una diva decadente entre sus bambalinas de cartón, a punto de salir a escena. Su vida era el drama a representar, un papel fácil que sólo le requería subrayarse a sí mismo. Sacó un cartoncillo doblado y lo giró con recelo mostrando el título de la función: La Voluntad. Se colocó hecho un gurruño, dormitando a ratos, y dejó que la caridad hiciera caja. Parecería que nadie lo miraba al pasar, pero en realidad todos lo hacían, desenfundando sus miradas subliminales, furtivas, imperceptibles. Lo tiroteaban a traición desde todas partes”.


Ya estoy preparao. Giro orgulloso el cartón con mi frase estrella: «No me dejen morir». He comprobao que este eslogan tiene mucho punch. La lucha por la vida le entra muy bien a la gente. “Biba el bino” tampoco me funcionó mal durante algún tiempo, pero un día unos malnacidos me insultaron y al final casi me dan una paliza. No es por fardar, pero lo de creativo publicitario hubiera sido un curro pa mí. Si me hubiera dado por currar.

De vez en cuando recojo algunas monedas acumuladas. Procuro dejar siempre a la vista entre dos euros y cuatro cincuenta. Estoy en buena zona, aunque cada vez hay más competencia y la gente está tacaña. Debe de ser por lo de la crisis.

El pavo aquel sigue en el banco. Está escribiendo y parece que me ha mirao. Menudo hortera, tiene pinta como de poeta. Yo sí que soy un poema, jajaja.

Al final de la mañana he juntao trece con setenta, así que agarro mis apechusques y me largo.


Luis añadió:

«Repentinamente, en un acto reflejo, soltó una carcajada. Una risotada histriónica, de malo de película. Un eco que retumbaba en las paredes de su soledad cavernaria. Al fin se puso en pie, como un reptil, dejando asomar su panza blanquecina y manteniéndose en equilibrio a duras penas sobre unas extremidades de puro trámite».

Luis le siguió sin prisa, callejeando hasta llegar a la parroquia de Santa María de la Cabeza. Sacó su cuaderno y se sentó a la sombra, a una distancia prudencial.

«Al llegar al comedor social se topó con una serpiente humana. Una serpiente que exudaba veneno, formada por escamas de todo tipo, negras, pálidas, rojas, amarillentas, tostadas, sucias, pardas, morenas, peludas, cuarteadas, harapientas, ajadas y purulentas. Ramón se acercó al Viti, al que conocía del barrio de San Fermín, y se pusieron de cháchara a despellejar a todos esos nuevos pobres que ahora siempre ocupaban los primeros puestos en la cola. El Viti alzó la voz de repente.

– Esta cola debería seguirse por escrupuloso orden de roña, ¿me oyen?. A más roña, antes en la fila. Sepan que aquí vivimos en suciedad, la sociedad está por el otro lado. Pueden ustedes retirarse por allí si desean volver al redil. ¡Pues no te jode!

El Viti estaba hecho un cafre, pero era la compañía perfecta para llenarse los pulmones y los oídos de humo.

Ramón se despidió y desapareció grisáceo y evanescente”.


Salgo camino del restaurán dando un rodeo por La Latina, buscando las sombras. Al doblar por Ronda de Segovia veo que hoy va a estar chungo el tema. El Baldy está en la cola, me acerco y le digo:

– ¿Hey, cómo vas…? pásame un trujas.

Me dice que anda pocho del cuello, que ha debío pillar una mala postura. Luego me hace un par de regates en la conversación y acaba cebándose con los chiricahuas. Siempre me larga el mismo rollo, y encima se pone a vociferar. Yo le sigo la bola. Creo que anduvo enredao con una boliviana que lo jodió vivo. Qué chapa que me está pegando, y total, pa tres pitillos que le he sacao.

Me largo en cuanto puedo y me compro un bocata. El dueño de este bar me los deja a mitad de precio con tal de perderme rápidamente de vista. Y yo tampoco abuso, vengo de vez en cuando. Paro después a pillarme un cartón de vino. Un Vega Sicilia, jajaja. Cojo la Calle Segovia y subo hasta el Viaducto. Me busco un hueco cómodo entre la cochambre. Abro el vino y voy pimplando. Si no bebo no duermo.


Luis le vio despertar por segunda vez en el día. Le distinguía perfectamente, a pesar de estar desparramado por el suelo junto a otros colegas. Todos ellos parecían dar sus últimos estertores, como recién caídos desde lo alto del Viaducto.

“Tras malcomer un bocadillo, la siesta le brindó a Ramón la ocasión de sustituir la realidad por los sueños. Se sumió en una especie de pesadilla que comenzaba en ese mismo escenario, debajo del puente, pero de repente todo el suelo estaba repleto de mondas de patatas podridas. El insoportable hedor hacía que Ramón se encaramara en la base del puente. Para su asombro, la superficie del muro no era de piedra, sino mullida, como de gomaespuma, y le resultaba sencillo trepar con sus largas uñas. Los otros andrajosos le trataban de disuadir de la escalada, desgañitándose y ofreciéndole comida desde abajo. Como Ramón hacía caso omiso, le increpaban y le arrojaban barro. Ya no había mondas de patata. Una yonqui desdentada le mostraba unos pechos pequeños y llenos de estrías. Ramón ascendía con una facilidad sobrehumana y a gran velocidad. Al coronar el puente, aminoró la marcha y asomó la cabeza lentamente.

Ante sus ojos atónitos estaba el mar, bañándole los ojos de un turquesa inmenso. La sorpresa de una imagen idílica, casi de postal, le devolvió al mundo real de un brinco”.


Me incorporo como un resorte… ¡menudo susto, joder!, estaba soñando. Aún tengo un cosquilleo metido en las tripas, porque estaba cayendo al vacío. Ocurría todo aquí mismo, en el Viaducto, pero arriba. Iba paseando y entonces tropezaba. Me quedaba colgao del borde del puente, porque resulta que no había barandilla. Me agarraba fuerte con las dos manos, con las uñas, con lo que podía. Se hacía un corro de gente que se me quedaba mirando. Un tío con bigote me insultaba a grito pelao. Los otros me grababan con los móviles, los mu cabrones. Y había también una morenaza bien buena que se levantaba el vestido y me enseñaba el felpudo. Yo resistía hasta que mis brazos ya no podían más. Entonces he mirao pa abajo y resulta que había un río enorme, rodeao de árboles. Así que ahí justo me he soltao, pero me he despertao de la impresión, hostia.


Luis observó cómo llegaron unos voluntarios que depositaron bajo el puente unas bolsas con alimentos. Una vez repuso fuerzas, su protagonista se puso de nuevo en marcha. Luis pasó un par de horas siguiéndolo por un itinerario incomprensible.

“Ramón deambuló toda la tarde de un lado para otro. Las varices de sus finas piernas contrastaban con el pantalón militar, cortado a la altura de la rodilla. Las tardes solitarias le astillaban el pensamiento. Los recuerdos eran grilletes que le apresaban los tobillos. Un autobús turístico se detuvo a su lado, en un semáforo. Desde la planta descapotable, ojos de rasgos muy diversos le observaron con esa estúpida ingenuidad de guiri. Como si de una emblemática estatua se tratara, Ramón hizo una pose y permaneció inmóvil hasta que el semáforo se hubo puesto verde. Escuchó alguna que otra risa contenida.

Ya oscurecía. Mientras se adentraba en el parque de Atenas, Ramón pensó que cuanto más se hundía uno, más fácil era hundirse”.


Después de papear algo, cortesía de unos vecinos del barrio, me las piro a que me dé el aire, ahora que el calor afloja. El atardecer es mi momento preferido del día, me gusta pasearme cerca del Manzanares y ver el percal. Voy zascandileando por aquí y por allá hasta que anochece. Me meto en el parque de Atenas y veo a unos chavales haciendo botellón. Me acerco y les digo si tienen una birrilla. Me miran mosqueaos, pero una de las chicas, la rubia, dice:

– Ven aquí, anda, toma.

Los otros ponen gestos algo torcíos, pero por suerte creo que les pillo ya un poco alegres. La rubia me dice si no prefiero un cubata. Me encojo de hombros. Mientras me lo sirve me dice que me lo tome con ellos, que hay que beber siempre acompañado. Me quedo ahí un buen rato, con cara-tonto, sin apenas hablar, escuchando a los chavalillos y empinando el codo. Dos de los chicos llevan camisetas de baloncesto y hablan de hip-hop. De buenas a primeras  se ponen a rapear entre risas, mirándome. Menuda mierda de música oyen los chavales estos. Yo les sonrío y les digo:

– ¡Eh!, qué guapo eso.

Meto un lingotazo al cubata y me marco unos punteos con la garganta, rasgando con mis uñas sucias una guitarra imaginaria. Imaginaria, pero eléctrica.

– A mí me iba más el rollo. Los Ñu, Leño, Asfalto… y coño, los AC-DC.

Ellos se descojonan de risa y me rellenan el vaso de tubo. La rubia me dice que me tiene calao, que yo viajo por el tiempo y acabo de llegar desde la Edad Media.

Qué pedo llevan los desgraciaos.

Además, por el tiempo viajamos todos, jajaja.

Al rato se ponen a hablar de política, mu acaloraos. Los padres de uno de los chicos están sin trabajo, por lo visto. Sueltan muchos tacos. De pronto la rubia me señala mu seria.

 – Este tío sí que tiene que cagarse en los políticos de mierda que tenemos…

Les doy un poco de cancha.

– Ya te digo, vaya panda de ladrones. Menudos cabrones.

Ríen y hasta me aplauden.

Lo mismo los pipiolos estos se piensan que la política me importa un carajo. Si supieran que yo soy la piltrafa que soy precisamente por robar…

Pero esa es una historia que no voy a contar ahora porque estoy intentando olvidarla. Y porque ya pagué por ello en la trena. Vaya si pagué. Ahora lo único importante pa mí es que he tenío la fuerza de voluntá de no volver a robar. Me he dado cuenta de que pedir es menos humillante. Y más fácil. Ahora soy un borracho y un miserable, pero soy libre.

Meto un buen sorbo al cacharro y les suelto un brindis a los chavales:

– ¡Por la libertá!

– ¡Por la libertad! – Responden todos a coro.

Me llaman crack, me rellenan el vaso, me vuelven a rapear unas rimas mu raras… están pletóricos.

Me dan un poco de pena, son chavalines noblotes de barrio. Los pobres no saben que toda su rabia y toda su vitalidá irán a parar, con suerte, al soniquete de suelas de zapato de las 7 de la mañana. Y se darán con un canto en los dientes.

Joder, el brillo de esas camisetas de baloncesto me va a dejar ciego.

Aunque ciego ya voy, jajaja.


Luis espiaba al grupo desde gran distancia. Tres chicos, dos de ellos con camisetas de basket, y dos chicas, una morena y una rubia.

Observó ensimismado aquel particular botellón. Abrió el cuaderno y releyó lo que llevaba escrito.

Luego dejó un generoso espacio en blanco y prosiguió.

“Llegado a este punto no sé qué rumbo darle a esta historia. Lo único que se me pasa por la cabeza ahora mismo es acercarme hasta el parque y unirme a ese botellón. Así escucharía la voz de Ramón, lo conocería en vivo y en directo, sabría de qué madera está hecho. Podría oír sobre qué habla con los chavales. Y de paso me metería unos buenos cubatas entre pecho y espalda, que ya ni recuerdo cuándo me emborraché por última vez.

Pero sé que no voy a hacerlo. No sabría cómo entrarles, me bloquea mi estúpida mente pequeñoburguesa. Aunque sólo el imaginarme con ellos ya me llena de un gozo extraño.

Desearía tener más aplomo. Pasar a la acción. Joder, si tuviera una mayor voluntad, en vez de estar aquí escribiendo esto, podría hasta colaborar en alguna organización y ayudar a gente como Ramón”.


Me despierto poco a poco, cansao, con un sabor dulzón en la boca. En cuanto tomo conciencia noto que estoy encima de un colchón, dentro de una cama. Unas benditas persianas mantienen en bendita penumbra la habitación. Todo lo que alcanzo a recordar es una pesadilla detrás de otra. Tengo la frente empapá en sudor.

De repente, alguien entra y sube la persiana. Tengo que guiñar los ojos de lo blanca que es la luz.

– Buenos días, soy el Doctor de Mingo, ¿cómo se encuentra?

– Eh… bien, bien.

– Sufrió usted un coma etílico esta pasada madrugada… estará en observación unas horas. Si le parece bien vamos a hacerle algunas pruebas analíticas…

Por cierto, un hombre se interesó por usted, y me ha pedido que le entregue esto.

El médico me da un cuaderno. Me incorporo un poco y descubro que llevo puesta una camiseta de los putos Ángeles Leikers. Vuelvo al cuaderno y veo que en la tapa pone algo:

“Lamento mucho lo que le ha ocurrido. Espero que se recupere usted cuanto antes y pueda disputar la final de la Conferencia Oeste. Perdone la broma. Y perdone ante todo el que me haya inmiscuido en su vida. Buscaba inspiración para un relato sobre la pobreza y la exclusión social, pero me he bloqueado. Aquí se lo entrego. Los hospitales son aburridos y quizá pueda proporcionarle un rato de entretenimiento.

Un afectuoso saludo y mucho ánimo,

Luis”.

Con los ojos como platos, me quedo mirando fijamente al médico.

– En un rato le traerán algo de comer. Por cierto, ¿cómo se llama usted?

– ¿Yo?… Ramón.

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