LA PERLA

Mi mamá me decía que mis ojos eran tan bonitos que en vez de lágrimas, salían perlas, por eso cada vez que lloraba ponía la mano debajo para ver si recogía las preciadas joyas, pero nada, siempre me mojaba los dedos…

Mi recuerdo de la primera infancia es agradable, en una nebulosa de imágenes veo a mi padre dándome la mano en un jardín, a mi hermano jugando con una pelota y a mi madre abrazándome muchas veces. Pero los recuerdos buenos se pararon y empezaron a llegar otros peores e incluso desagradables. Debió ser que desde ese momento en la ruleta de la fatalidad nos tocó impar y negro…

Teniendo diez años escuché gritos en casa y me asusté, fue entonces cuando por primera vez una lágrima color marfil se asomó a mi ojo obligándome a parpadear, esa pequeña esfera acuosa fue tomando volumen para luego depositarse con elegancia en la vertiente desde donde iniciaría un largo viaje por mi cara. La adiviné como una perla especial, y procuré que no se me escapara. Ella, que escucho mi pensamiento me habló:

—Niña, me llamo Malinche, soy la perla entre las perlas, he nacido para ayudarte a entender el mundo, ya no llorarás más.

 Y he de reconocer que su aparición me reconfortó, ya por aquel entonces andaba yo algo huérfana de atención. Malinche quedo instalada al comienzo del pómulo y por esos milagros que tiene la vida ni se secaba ni se caía. Entusiasmada se la fui a enseñar a mi padre, pero no llegué a tiempo, ya se había ido tras un portazo, y se la quise enseñar a mi madre pero no pudo decirme lo que le parecía, porque la violencia que había ejercido mi padre sobre ella le había cerrado los ojos a golpes, ella estaba a lo suyo, sólo gimoteaba y me abrazaba contra su pecho sin dejarme que le contara lo de mi nueva amiga, yo, no obstante, tuve cuidado de que Malinche no se tocara con nada para que no se deshiciera. También sentí algo de tristeza por ver a mi madre como una piltrafa:

—Tu madre habrá hecho algo malo, seguro—dijo Malinche.

— Y mi padre la castiga como me castiga a mí cuando me comporto mal?

—Claro, mi niña.

Dejé de tener miedo, comencé a asumir la violencia que se desarrollaba a mi alrededor como una consecuencia lógica. A pesar de que todavía no lograba superar el efecto que me producían los alaridos y lamentos.

—Ya los asimilarás, son vanos intentos de llamar la atención, tranquila que ya no sufrirás. —decía Malinche.

La nacarada joya fue testigo de cuando mi padre pegó a mi hermano hasta dejarlo inmóvil, creo que se quedó dormido, mi madre chillaba como si le hubieran matado, pero Malinche me decía que era solo un castigo por ser malo, que nunca pasaría nada. Una ambulancia se lo llevó y no lo volví a ver, de todas formas no nos llevábamos muy bien, me sacaba cuatro años y le gustaba pegarme para que supiera que él era el fuerte. Que mi padre le pegara era la justa correspondencia al daño que me profería, me decía mi consejera.

Después pasé un tiempo con unos familiares que no conocía mucho, me trataron bien aunque miraban a Malinche con recelo. En cuanto me descuidaba me intentaban limpiar la cara, incluso cuando dormía en aquel sótano asfixiante donde tuvieron a bien ponerme el camastro, cuyo hedor a orín de gato felizmente alejaba a las ratas. Yo no podía permitirles que me privaran de mi nacarada joya, que era ya parte de mí, acabaron diciendo que no podían educarme y que era una salvaje, Malinche se reía diciendo que ellos no sabían lo que era una salvaje, pero que en un futuro yo se lo enseñaría.

Tiempo después volví a casa con mi madre a la que encontré diferente, más triste y menos amable, la verdad es que ya no me abrazaba apenas. En esa época pasé hambre y frío además de indiferencia, y solía hablar mucho con Malinche ante el espejo:

—Niña, cada día estás más guapa —decía ella.

— Pues tú estás más oronda –– decía yo.

–– Solo de verte me alimento, estoy muy orgullosa de ti, olvida a tu madre, ella ya no nos será de ayuda

––Nos fugamos? –– Le dije ilusionada

–– No es el momento, pero llegará

Así que, frecuentemente me iba al espejo a hablar con ella y me olvidaba de mis carencias.

Fue transcurriendo el tiempo y la perla seguía camino abajo la mejilla en su lento y grueso discurrir y también vio el día en el que mi padre vino a casa con otro señor y después de preguntarme si estaba sola, dijo que me metiera en el baño con aquel señor grande y que me desnudara. Fue un mal rato y me causó dolor, pero aunque nunca me hubiera imaginado aquello no lloré. 

Como no me pegaron ni me chillaron deduje que no era un castigo, al contrario, noté alegría a mi alrededor. El señor me acarició la cabeza al despedirse y después de que se fuera, mis padres comenzaron una agria conversación en la que hablaban de mí y de la virgen, aunque luego se calmaron y sonriendo  me dijeron que había sido muy buena. Por fin había logrado una aprobación de mi padre al que hacía tiempo que no le veía ni para lo bueno ni para lo malo. Tuve luego que llamar a mi madre porque encontré sangre en mis braguitas, pero nadie le dio importancia y me dijeron que comiendo bien se recuperaba lo perdido.

Malinche también quiso expresar su opinión:

—No ves que todos están contentos? Ahora comes mejor y hay más celebraciones en casa?

—Pero es que sentí dolor y nauseas… —dije

—Mira, ahí vienen tus padres riendo, traen bolsas del supermercado con bebidas y mucha comida, compensa, mi niña, compensa y además te hará más fuerte.

En otra ocasión, Malinche y yo vimos a mi madre colgada de una botella de cognac bajando las escaleras antes de caerse estrepitosamente en el portal. Acudimos a recogerla y a dejarla en la cama para que descansara del batacazo, al día siguiente, cuando fui a ver como estaba ya había desaparecido y cuando volvió lo hizo con un hombre sucio y que daba miedo cuando te miraba, ambos se chutaron y dejaron de hacer ruido, yo mientras me encerré en la terraza por si acaso al hombre se le ocurría meterme en el baño. Cuando me cansé de mojarme con la persistente lluvia que me tenía las manos y los pies pálidos del frío, entré en la casa y Malinche y yo nos acercamos a ellos muy despacito. Viendo que estaban dormidos o cosa parecida, nos dedicamos a husmear por el cuarto, enseguida vimos la jeringa y algo de líquido que aún quedaba en una cuchara. 

Malinche me dijo que me lo chutara para ver qué pasaba, pero como yo ya había visto como lo hacía mi padre y de uno de esos trances se murió, no me gustó la idea. Todavía me asombra mi determinación, pero creo que estaba aburrida de ver siempre lo mismo.

Mi madre también murió, por supuesto estrepitosamente, la pobre mujer al final tuvo esa satisfacción, se la cargaron cuando con su novio atracaban un banco. A partir de entonces tuve que vivir en una institución.

Malinche no acababa de caer de mi mejilla y había visto toda mi azarosa vida, desde esos diez años, que son la atalaya de la niñez hasta la adolescencia en la que me tuve que buscar la vida. Milagrosamente no caí en el alcohol, en la droga, en la delincuencia, o en la prostitución, aunque Malinche siempre me animó a que me introdujera más y más en esos terrenos.

La fatalidad me mantuvo en una vida menos previsible y fui lo suficientemente fuerte para escribir mi propia historia. Es verdad que coqueteé voluntaria e involuntariamente con todas aquellas experiencias vitales, pero nunca me dejé convencer por sus promesas de éxito y placer, y cuando no me quedó más remedio que arrodillarme, contra todo pronóstico me levanté fuerte como el  yunque que era, un yunque contra el que las vidas de mis padres golpearon, pero nunca rompieron.

Mi mayor debilidad y la que me mantuvo al borde del abismo fue que mi postrera orfandad me impidió salir hasta finiquitada mi adolescencia de las instituciones en las que obligatoriamente ingresé. Nadie salvo Malinche intercedió por mí, mis familiares me calificaron de problemática y me cubrieron con el velo del olvido y el resto de los seres humanos, en general, me aborreció. Era difícil asumir en un mundo donde la debilidad se paga muy cara, que uno no sabe nada, que no sabe como continuar ni adonde sus pasos dirigir y que no sabe tampoco como quitarse la mirada de apestado.

No sé que hubiera sido de mi rebeldía en aquel caldo de cultivo tóxico de no haber girado nuevamente la ruleta y cambiar a par y rojo cuando encontré a Norma, un ángel de los de verdad, que un día tuvo una charla conmigo sin violencia ni prepotencia, que me desarmó con su dulzura y su clarividencia, que no conocía mi vida pero sabía perfectamente lo que yo pensaba de ella.

Mi regla número uno era reaccionar con violencia contra aquel que osara tener cualquier ascendiente hacia mí, solo Malinche podía deambular en ese ámbito, se lo había ganado y ella me empujaba para que atacara a Norma, pero esta tenía algo que me impedía volverme contra ella a pesar de las continuas advertencias de Malinche, Norma siempre me reconfortaba con palabras acertadas y coherentes:

—Chica, la vida es más amplia y más justa de lo que te parece, despierta al mundo, crece —dijo Norma.

 Aquello llamó mi atención, me picó la curiosidad y mi cara debió proyectarlo, ella me agarro de la mano y sentí como me liberaba de los infinitos corsés que me oprimían, tomé una bocanada de aire que me inundó de alivio, y aquello que me retenía pequeña para el mundo desapareció cuando de un manotazo Norma me arrancó de la cara a Malinche…

Malinche, la que me labró los surcos por donde mi vida discurría lánguida pero letal, dejó al descubierto las heridas por las que comenzó sin freno a derramarse mi angustia. Tensé los brazos y cerré los puños, Norma había ido demasiado lejos, me poseyó la violencia y apretando los dientes le dirigí mi mirada más mortífera, y ella luminosa como un día de verano, cogió en su mano mi tembloroso puño y me dio un beso.

—Chica es hora de llorar tu infortunio, desahógate, vuelca tus pútridos recuerdos, yo te estoy esperando para abrazarte.

Así fue como conocí el trabajo de los asistentes sociales, su cariño, su desinterés, su incondicionalidad y su humanidad. Cómo ayudan a los que ni siquiera sabemos que estamos marginados, a los que la fatalidad nos dotó de un instinto de supervivencia con el fin de seguir maltratándonos hasta que nos ve derrotados y tentados de entrar en la espiral de destrucción que es despreciar a otro ser humano o a uno mismo.

FIN

EPÍLOGO

Mi ojo se inundó, sabía que iba a rebosar y otra perla se formó, aunque esta, veloz se precipitó cara abajo hasta desprenderse, cayó y se encontró mi mano, esta vez sí la cogí.

Y sequé mi mano con presteza,  no quería que aquella nueva Malinche golpeara a mi bebé, que en mi regazo descansaba de su aparición en el mundo.

—No hija, tu no vas a ser otra niña de la perla.

  

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