Los inquilinos llegaron un día de lluvia. Estaban empapados.

Mi madre había puesto el letrero en la puerta dos semanas atrás, “Se renta habitación”. Cuando lo vi al llegar del colegio le pregunté, malhumorado, desde cuándo nuestra casa se había convertido en un inquilinato. Me dijo que no hablara así, que Dios, que las buenas obras, que cuánta gente buscaba al menos un cuarto, que el dinero no nos iba mal, que mi padre no iba a regresar jamás.

Mi padre le había hablado por teléfono ese día en la mañana y le dijo que estaba lejos, que no iba a volver, que se había enamorado y ahora era un hombre feliz.

Dejé mi maleta en el sofá de la pequeña sala y la crucé dirigiéndome a las escaleras que conducían a la segunda planta donde se encontraban las habitaciones. Antes de poner un pie en el primer peldaño vi el estudio de mi padre vacío: la biblioteca en la que había más de ciento setenta y dos libros que un domingo contamos los dos ya no se encontraba en su lugar, así como los dibujos en carboncillo que mi padre le regaló a mi madre cuando eran muy jóvenes, antes de casarse. No dije nada.

A mi madre le causó pena el ver a la mujer y al niño temblando de frío y rápidamente fue por unas toallas del cuarto de baño. Cuando volvió ambos seguían inmóviles en la entrada con la maleta y la bolsa de lona en la que imaginé su ropa desordenadamente guardada.

-¡Gabriel!-me gritó mi madre al verme aún sentado en el comedor sin hacer nada. Me levanté, caminé hacia donde estaban ellos y tomé sus cosas, y las llevé a la habitación que estaba en renta, el estudio. Era la primera vez que entraba en ese lugar después de la tarde en que mi madre me dijo que mi padre había decidido irse y dejarnos a ella y a  mí solos. Cuando entré me sorprendió encontrar una pequeña cama y una mesita de noche en un rincón. La puerta había permanecido cerrada durante once días, así que no me di cuenta cuándo mi madre la había preparado para los futuros huéspedes que, yo pensé, nunca iban a llegar.

Pero llegaron: la mujer era delgada, tenía el cabello oscuro y bastante corto; el niño tenía mi edad y no hablaba. Mi madre habló con la mujer en la cocina y mientras tanto el niño permaneció de pie junto al sofá; observaba unas estatuillas de porcelana sobre la mesa de centro que a mi madre le encantaba limpiar cuidadosamente todos los días. Cuando nuestras madres volvieron, el niño volvió su mirada hacia la suya. La mujer alargó su mano. Ambos caminaron hacia el que era el estudio de mi padre y cerraron la puerta. Se sentía raro todo aquello: él no permitía que ninguno de nosotros entrara a aquella habitación sin su autorización y ahora dos extraños la ocupaban. Tal vez fue el único gesto iluso en el que mi madre encontró la venganza que nunca habría de tener contra mi padre.

En la planta baja había un baño y en la de arriba otro, así que el único espacio que compartíamos era la cocina. Bueno, el único lugar que compartían mi madre y la mujer. Yo salía en la mañana y volvía del colegio en la tarde, así que los veía muy poco. De vez en vez, mi madre me contaba alguna cosa sobre ellos. Me decía que la mujer venía de un pueblo bastante chico muy cerca de la costa atlántica y que había decidido venir a la ciudad porque a su marido, el padre del niño, lo habían encontrado muerto en un arroyo. También me contó que el hijo de la mujer se llamaba Gabriel, que era un muchachito bastante tímido y apenas si salía de la habitación a ver por la ventana de la sala al Loco.

El Loco era un viejo que diariamente pasaba por nuestra calle y cantaba bullerengue. Siempre repetía la misma canción  y sin embargo, a muchas de las vecinas les encantaba oír las penas cantadas de aquel viejo sin zapatos, y darle algo de dinero con el que parecía alcanzarle para vivir, pues siempre se le veía bien. La mujer le había explicado a mi madre que la abuela del niño, la madre del padre muerto, solía cantarle bullerengues antes de dormir.

Ese fin de semana, desde mi habitación, esperé atentamente al Loco. El viejo se hacía llamar así por todos porque decía que su madre lo había bautizado así por andar cantando sin razón desde pequeño. Cuando lo oí llegar, salí de mi habitación y bajé silenciosamente las escaleras para ver a Gabriel. La puerta del estudio se abrió tímidamente y de él salió el niño caminando ansiosamente hacia la ventana. Corrió las cortinas y de pie, siempre de pie, junto al sofá, miraba al viejo pasar.

Quien lea esto tendría que haber estado allí, donde estuve yo, en las escaleras, para sentir lo que yo sentí: de repente, el canto a capela del Loco se impuso en toda la calle, haciendo oír todos los tambores y la fresca brisa del mar y las voces de todas las mujeres y hombres que no había allí. No puedo imaginar la felicidad que aquello podía producir en Gabriel: los recuerdos del padre muerto, de la abuela que no quiso irse, de la playa siempre cerca, del amplísimo cielo azul que cubría toda la tierra roja y todo lo que había dejado atrás. Subí rápidamente a mi habitación y cerré la puerta.

El martes siguiente, mi madre entró a mi habitación preocupada y se sentó en el borde de mi cama.

-Se fue… -me dijo sin más y entonces pensé que hablaba de mi padre, que iba a decirme todo lo que nunca me dijo desde el día que recibió la llamada. Me dispuse entonces a escucharla, a esperar con paciencia que todas las palabras empezaran a salir una por una hasta vaciar toda la tristeza del corazón de mi pobre madre. Pero luego supe que no se trataba de nosotros, no se trataba de mi padre.

La madre de Gabriel había llamado hacía una hora o menos y le dijo a mi madre que había conseguido un empleo. Mi madre naturalmente se alegró por ella. La mujer le dijo que se encontraba lejos, que no podía regresar hasta dentro de un buen tiempo; mi madre le preguntó qué quería decir con “un buen tiempo”, y entonces la mujer le contestó que pronto llamaría a alguien de su familia para ir por él.

-¿Cuándo?-pregunté.

-No sé…-contestó mi madre enjugándose unas lágrimas que habían salido de sus ojos sin que ella se diera cuenta.

-¿Y dónde está ella?

-No sé…-dijo y acto seguido se marchó.

Desde entonces, he decidido no contestar el teléfono nunca más. Siempre son malas noticias. Siempre son palabras torpes e imprecisas para decirte que te dejan, que se van y que no regresan jamás. Siempre es para decirte cualquier cosa menos algo bueno.

No sé cómo lo tomó Gabriel, no se lo pregunté a mi madre y tampoco dejé que me lo contara.

Los días pasaron y, por supuesto, mi madre nunca recibió una llamada más de aquella mujer. De repente, la casa entera se había sumido en una tristeza ajena y ni siquiera el canto del Loco alegraba al pobre Gabriel. Ni a mí tampoco. La felicidad que le producían los versos del viejo, supuse, se habían convertido de un día para otro en un inventario de los recuerdos tristes y lejanos de un pueblo que ya no era el suyo, y por eso no salía de su habitación.

Mi madre se puso en contacto con nosequién que tenía contactos en nosedónde para intentar localizar a la abuela del niño. Mi madre se encerraba con él en el estudio para hacer que comiera un poco o para leerle alguno de los libros infantiles que no lanzó a la basura al deshacerse de la biblioteca. Pero nada de lo que hacía daba algún fruto. Gabriel no hablaba. La abuela, “Chelo”, de ella no se sabía nada.

¿Cómo termina una historia como esta? Termina en un día de lluvia, tal como empezó. Termina en silencio. Demasiado silencio. Mi madre golpea un par de veces en la puerta del estudio y al no recibir respuesta, decide abrir. Entonces, me dice desde allí que Gabriel no está. Yo bajo rápidamente las escaleras y desde el umbral de la puerta confirmo lo que me dice: no está la bolsa de lona.

Ambos salimos a la calle y bajo la lluvia esperamos ingenuamente encontrarnos con la silueta del niño al final de la calle. Pero no, no vimos ninguna silueta ni indicio alguno sobre Gabriel. Nunca más.

Los inquilinos llegaron un día de lluvia y un día como ése, el último de ellos se marchó. Se marchó con rumbo al lugar donde no llueve, donde no hay más agua que la del mar.

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