Miro el reloj, las seis, suspiro profundamente y me dirijo a la ventana. Desde allí espío a los niños que juegan alegremente en la calle, mis amigos. Algunos niños chutan la pelota entre mordisco y mordisco de sus bocadillos, conozco sus gustos, bueno, más bien, las costumbres de sus madres: manteca, mortadela, fiambre…. Siento que el estómago se retuerce impaciente provocando un pequeño rugido a modo de protesta.
Me dirijo a la cocina por enésima vez, y por enésima vez, observo largo y tendido el contenido del frigorífico. Vacío, como mi estómago. Bueno, vacío no, en el estante central hay un objeto ovalado de color marrón, puede que fuese un limón o una pieza de fruta de no se sabe cuanto tiempo. También hay un tronco de apio, arrugo la nariz conteniendo la respiración mientras le doy un mordisco, pero no puedo, a pesar del hambre mi instinto infantil a rechazar la verdura me obliga a escupir. Inspecciono los armarios, poca cosa, legumbres y un par de latas de carne, esas que tanto me gustan cuando mi madre las sirve con abundante arroz blanco para que el plato esté más lleno. Son de la misma marca de las galletas, la leche y las legumbres… Cruz Roja.
Galletas, uf, el estómago vuelve a protestar, con pesar recuerdo lo rápido que devoré las galletas. Me hice la promesa de comer sólo tres al día para que durasen más, me conciencio con determinación al igual que todas las veces que observo la despensa vacía, pero que olvido al instante cada vez que mi madre llega con esas abultadas bolsas llenas de cosas. Esos, son mis mejores días, me siento de igual a igual con mis amigos, metiendo cosas en el armario. Observando con emoción contenida el interior de las bolsas, salto nerviosa, canturreo alegre pues sé que al día siguiente seré una más en el colegio cuando suene la campana y saque de mi mochila la merienda. Al menos durante unos días, no tendré que encerrarme en el baño para que no se me abra el apetito viendo a mis amigos comer e incluso tirar a la basura el resto que no quisieron mientras yo, llenaba mi estómago bebiendo agua directamente del grifo, como mi madre solía decir: «Engañar al hambre», pero era una falsa ilusión, sólo la esquivabas un rato porque se resistía a dejarme.
Vuelvo al salón de nuevo, algunos ya terminaron la merienda, pero aún quedaban unos pocos, aún no podía baja a jugar con ellos. Nadie picaba el timbre, todos me creían cuando les decía que no podía bajar porque a mi madre no le gustaba en absoluto salir a la calle con comida, en parte era cierto, la excusa era perfecta. Así no sufría yo y así no sufría mi madre. Lo peor de pasar hambre, es la vergüenza que la acompaña.
Suspiro impaciente, sólo faltaban diez minutos para que mi madre llegase. A las seis y media, me lo prometió. Como cada quince, iba al supermercado a comprar la comida, aunque yo me ofrecía para ayudarla siempre se negaba. Sonreía con esa mirada triste y me pedía que esperara como una niña buena.
Imaginé que el supermercado debía estar lejos, pues yo miraba los letreros de los comercios que estaban por los alrededores de mi casa, e incluso los que observaba desde la ventanilla del autobús escolar durante toda la ruta, pero en ninguno pude ver el nombre del supermercado donde mi madre compraba, «Cáritas».
El chasquido de la puerta me arranca de mis pensamientos con brusquedad, me dirijo rauda hacia la entrada para recibirla, hoy tiene una mirada especial, parece que la tristeza es más tenue en sus ojos. Me siento como si fuese navidad, observando con ilusión las cosas, metiendo en el armario los paquetes. Me doy mucha prisa, pues cuanto antes acabe, antes podré comer. Cuando metí la última lata en la despensa, me senté esperando impaciente mi recompensa en silencio. Nunca pedía, nunca decía que tenía hambre, hacía mucho que aprendí que eso es lo que más hacía llorar a mi madre.
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Con mirada confidente se sentó a mi lado, observé con soslayo que nada había sacado de la despensa. Tenía a mi madre demasiado cerca, crucé los dedos rogando a mi estómago que guardara silencio mientras ella esté a mi lado. Tenía la mano sobre la mesa y cuando la retiró dejó sobre la mesa una chocolatina. ¡¡¡Una chocolatina!!!, casi me desmayo de la emoción, saltaba y reía a la vez que me comía a mi madre a besos.
Me fui de nuevo hacia la ventana y allí, sentada con las piernas cruzadas sobre la silla, observé a mis amigos jugar mientras comía tal delicioso y lujoso manjar. Despacio, muy despacio. Dando pequeños mordiscos, lo justo para que el dulzor invadiese mi paladar. Sonriendo feliz mientras ignoraba que, apoyada en el quicio de la puerta, mi madre me observaba sonriendo amargamente, mientras, una lágrima se deslizaba por su mejilla.
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