Ya estoy sentado en el interior de la patera. Catorce kilómetros me separan de mi destino, una distancia accesible si se navega por aguas tranquilas pero tratándose del Estrecho de Gibraltar la cosa cambia y mucho. He vivido siempre en un pueblo costero y estoy familiarizado con los peligros que nos esperan en la travesía: corrientes marinas, fuertes vientos de levante y olas de más de cuatro metros. Muchos de los cuarenta y dos tripulantes que me acompañan proceden del interior del continente y algunos no han visto el mar en su vida; aunque el mayor peligro de este viaje no está en el mar, se encuentra en el estado y la consistencia frágil de las embarcaciones que utilizan las mafias para facilitar estas travesías. También, con el miedo a ser apresados y condenados por la justicia, algunos barqueros abandonan a sus pasajeros a una distancia considerable de la costa, provocando el caos y la tragedia entre los que no saben nadar o no tienen fuerzas para alcanzar tierra firme.
Estamos a punto de zarpar. Miro a mi alrededor y veo “el comercio de la miseria humana”. El frio y el silencio reinan en la embarcación, mientras que el terror se refleja en los ojos de todos los tripulantes. Solo cinco niños, de entre diez y quince años, parecen ajenos a los peligros que nos aguardan. Muchos menores de edad son engañados por la gente del tráfico ilegal y separados de sus familias, aunque también hay padres que empujan a sus hijos a este camino con la esperanza de que algún día vuelvan con mucho dinero. Los motivos que nos han obligado a invertir todo lo que tenemos para pagar este viaje han sido el paro, la pobreza, un salario precario y sobre todo el hambre.
El motor se ha puesto en marcha y un olor intenso a gasolina empieza a expandirse por la embarcación. En ese instante todos nos ponemos mucho más nerviosos. Como estamos muy pegados los unos a los otros, siento el temblor de la persona que tengo a mi lado. Alguno se tapa la cara con las manos, agachando la cabeza, como queriendo estar ausente durante el peligroso trayecto. El sonido de las olas rompiendo en la orilla se va quedando atrás y solo se escucha el atronador ruido del motor, acompañado de vez en cuando por el llanto del único bebé que nos acompaña. La madre le da un beso y lo aprieta contra su pecho. Madre e hijo son la viva imagen de la desesperación que se está viviendo en el continente.
Desde aquí puedo ver las luces de la costa que queremos alcanzar e intento imaginar como será la vida que nos vamos a encontrar allí. He escuchado historias sobre los habitantes de la otra costa, dicen que algunos utilizan la ilegalidad de los inmigrantes para aprovecharse de ellos. “Vas a encontrar una vida mucho mejor”, dijo el señor que me ofreció este viaje y que ahora tiene todo mi dinero en su bolsillo. Por lo menos espero llegar con vida y que, una vez allí, no me detenga la Guardia Costera. Este tipo de viaje es mejor hacerlo de noche, si llegamos con la luz del sol hay muchas más posibilidades que nos apresen. Dicen que antes del amanecer habremos llegado.
Hoy es quince de agosto del año dos mil treinta y uno y espero que sea la fecha en la que se inicie el resto de mi vida. Tengo veinticinco años; cuando tenía dos, comenzó una crisis económica que arrasó el mundo occidental. Las medidas tomadas por los distintos gobiernos no sirvieron para paliar la situación y muchos países no consiguieron levantar cabeza. Otros países que en aquella época tenían una economía emergente han seguido creciendo hasta el día de hoy. Y aquí me veo, montado en una patera que acaba de salir de la costa de Cádiz en busca de un futuro más prospero en Marruecos.
Fin
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