Adela Milán no quería desaparecer aquella noche. Se resistía a morir con cada pasada de algodón. Las escenas afloraban a la mente de Carmen con asombrosa nitidez mientras el espejo le reflejaba la imagen de la lenta agonía de Adela.
―¡Aquí, por favor, mire aquí!―Gritó el periodista llamando su atención― ¿Qué está haciendo ahora, Adela? ¿Trabaja en algún proyecto?
―Disfruto de mi descanso. Me he tomado un tiempo sabático. ―contestó Carmen― Hacía años que no le ofrecían un solo papel. Lo ocultó tras la máscara infalible de una sonrisa iluminada por el fogonazo del flash.
El homenaje le pareció excesivo. Llegó a emocionarse en algún momento aunque fingió las lágrimas. Las reales, las reservadas para los sentimientos transcendentes, pocas veces tenían que ver ya con su persona. Se lo debía a Adela. Se merecía que estuviera a la altura de las circunstancias: para ella era el reconocimiento. Le agradeció aquel lapso de cuento de hadas. Una vez acabado el encantamiento, eliminó lo que quedaba de Adela para emerger de su propio rostro convertida en Carmen. Allí no existía ningún hada madrina. Se contempló sin restos de maquillaje: la cara limpia de fingidos júbilos, los ojos huérfanos de lágrimas, la boca seca de palabras vanas, los hombros flacos de dignidad: Carmen al desnudo.
Durante años Carmen Blanco, bajo el nombre artístico de Adela Milán, había sido una de las grandes actrices de teatro de su tiempo. Su popularidad creció durante la década de los sesenta tras algunas incursiones en el cine. Se casó con Rafael Crespo, también actor, con el que tuvo una hija, Laura. Su matrimonio duro treinta y tres años hasta que un fatídico accidente de trafico acabó con la vida de Rafael. Su existencia dio un giro radical a partir de entonces, sumida en una gran depresión, se apartó de los escenarios y del mundo que la rodeaba. Al sentirse tan poco crucial en este mundo, intentó suicidarse en un par de ocasiones. Laura ya se había independizado hacia años y, aunque estuvo muy pendiente de su madre, aquello no fue suficiente para socorrer a un alma sensible. Llegó un día en que la herida se cerró. Laura le había comunicado que iba a ser abuela y Carmen decidió vivir para conocer la carita de su futuro nieto. La cicatriz del recuerdo de Rafael solo le dolería los días melancólicos de lluvia.
Carmen creía que las personas nacían con una cantidad de suerte y que la suya se había agotado por completo en la primera etapa de su vida. No esperaba conseguir más de su paso por este mundo de lo que ya poseía. Residía en un pequeño piso de renta antigua en el casco viejo de la capital, cerca del núcleo cultural y artístico, sus ingresos económicos le permitían vivir con cierto desahogo y su preocupación por el futuro, dormitaba sobre el colchón de sus pocos ahorros, fruto del esfuerzo de años de trabajo. Además, seguía siendo conocida y respetada por su trayectoria artística y la gente todavía le pedía autógrafos cuando paseaba por la calle.
Como el motivo de que siguiera viviendo era Laura y su nieto, su vida no tendría sentido sin la felicidad de ambos. Por eso, no es de extrañar, que el día en que su hija se acercó a pedirle ayuda económica para montar un negocio inmobiliario, no se lo pensara. Le prestó la mitad de sus ahorros y la avaló con su modesta pensión. Durante los primeros años, el negocio proporcionó recursos suficientes para ir amortizando la deuda y conseguir el dinero necesario para ir tirando, hasta que el estallido de la burbuja, provocó el tsunami que arrasaría todas sus posesiones materiales y también sus esperanzas. Desde aquel momento palabras como «embargo» o «desahucio», que hasta la fecha eran desconocidas para Carmen, se convertirían en parte del guión de su tragedia personal.
El timbre del teléfono la expulsó de un sueño reparador. Todavía con las legañas de la semiinconsciencia y con el crujir de los huesos cansados de soportar el peso de su madurez, alargó el brazo y tomó el auricular:
―¿Dígame?… ― Contestó Carmen con la voz ronca.
―(…)
―Hola, cariño. ¿Cómo estás? Si el homenaje fue muy bonito ¡Qué lástima que no pudieras venir! Claro, por supuesto que lo podrás ver en las revistas y en la televisión. Bueno…no hablemos más de mí, me gustaría saber cómo está mi nieto ¡Me muero por verlo!
―(…)
―Es que es un cielo. Dale millones de besos de mi parte y para ti también hija. No te preocupes por mí. De verdad que estoy bien… No, en serio te lo digo, no me falta de nada… Hasta pronto. Te quiero. ―Se demoró unos segundos al colgar el teléfono para perseverar, en un instante suspendido, la ilusión de una conversación inacabada.
A Carmen le costó un triunfo salir de la cama y enfrentarse al duro frío del invierno que se había ido colando por las rendijas de las ventanas. Acomodado en las paredes, no contaba con la amenaza de la calefacción que hacia tiempo Carmen no se permitía encender. Desayunó media magdalena y un vaso de leche mientras leía el periódico gratuito que recogió el día anterior en el buzón, cuyo titular destacaba en la portada: «A pesar de la que esta cayendo, La banca anuncia haber finalizado el año pasado con unos beneficios superiores a los esperados ». Se le atragantó el desayuno. Se le revolvió el estomago. Se le paró el pulso. Con los labios apretados, tomó la hoja del periódico con una mano y la arrugó, mientras se imaginaba con aquel gesto que destruía cada sentencia injusta que había favorecido a los bancos. Remató su rabia dejando caer el puño, con un golpe seco, encima de la mesa. Aquella fue la única mueca de desaire que se permitió, porque: cuando las necesidades primarias aprietan, el tiempo para dedicarse a otros menesteres debe ser el mínimo.
Se había vestido de una manera sencilla. Usaba el maquillaje para disimular la palidez y las ojeras pero; en absoluto, para destacar algún rasgo de su madura belleza. Siguió el rito diario, cogió la bolsa de deporte que tenia preparada en el armario de la entrada y salió a la calle. Al pasar por el portal de la finca se encontró con su vecina Amparo:
―Buenos días, Carmen. ¿Qué, a su clase de pilates como de costumbre? Me han dicho que es muy bueno para los dolores de huesos. ¿Qué tal le va?
―Hola, Amparo. Pues me va francamente bien se lo recomiendo a cualquiera.
Cuando se despidió de su vecina se dirigió a los urinarios públicos, que se encontraban a unos veinte minutos de su casa. Una vez alcanzado su destino, comprobó que no había nadie y extrajo de la bolsa de deporte una peluca roja, unas gafas oscuras y un antiguo abrigo negro. Con su nuevo atuendo, continuó su trayecto hasta alcanzar el comedor que se encontraba a unas cuantas manzanas de allí. Aquel día, la fila bordeaba la esquina del edificio. El frío del invierno invitaba a buscar un buen plato de sopa caliente. Se colocó al final y balbuceó un tímido «buenos días». Mientras esperaba, reparó en algunos rostros que ya le resultaban familiares: el joven de la gorra verde encajada de tal manera que le ocultaba prácticamente la mitad del rostro, el señor septuagenario de pelo cano que apoyaba su abatimiento en un bastón o el hombre de tez oscura y de mediana edad que probablemente habría recorrido millones de kilómetros para alcanzar un sueño. Acabado el plato que hacía apenas unos minutos le había servido la muchacha, que a diario le regalaba una sonrisa limpia de mala conciencia, cogió el bocadillo y la manzana para la cena y tras una leve despedida abandonó el lugar. Durante el camino de vuelta a su domicilio, pensó en lo irónico de su vida: satisfecha con el papel que representaba, cada día regresaba a su casa acompañada de los aplausos de agradecimiento que le devolvía su pobre estomago.
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