Los vientos de invierno encontraban en sus rizos castaños un divertido recreo matinal. Celia solía estar acostumbrada a vencerles, acaparando la mayoría de sus rizos con tan sólo una mano, mientras que la otra estaba destinada a la búsqueda del móvil en su bolso. Siempre se salía con la suya cuando se adentraba en la estación de cercanías. Aquel día, una vez liberada de la ventisca, cuando ésta se golpeó con la puerta de entrada, sumergió ambas manos en una profunda búsqueda de su móvil. Decidida a no incluir sus piernas en ello, anduvo hasta encontrarse con la escalera mecánica donde comenzó su descenso. Continuó su búsqueda intentando ignorar su mente, que no paraba de taconearle la cabeza con constantes insinuaciones de torpeza. Por eso no restringió que ésta volviese a casa sola. Bajo su mando, los megabytes cerebrales se desplazaron a la velocidad de la luz por todo el camino recorrido; calles, aceras, su edificio, hasta la entrada de su habitación, en donde se llevó a cabo el cambio de bolsos esa mañana.

El triunfo oficial de su mente la obligó a girar la cabeza en dirección a la puerta de entrada en una mirada simbólica. Sentía que caía en una oscuridad abismal. Una profunda caída. Sin alas. Su perspectiva fue empequeñeciendo las puertas de salida, hasta que las convirtió en puntos suspensivos.

La voz que indicaba la llegada en menos de un minuto, del tren de conveniencia, le hizo respirar profundo y arrastrarse a la parada.

Subió al vagón.

Una vez sentada dirigió su mirada a la ventana, ya que si la dirigía al centro del vagón, tropezaría con otras, lo que no le apetecía para nada en estos momentos. No dejaba de pensar en su móvil, como órgano vital, y dejado solo en casa. Saliendo del túnel, el sol no aguantó más y le abofeteo la cara. Ofendida, Celia le retiró su mirada. No quería herirla, ni mucho menos. Así que le pidió perdón acariciándole el cuello con sus tibios rayos. Pasados sólo unos cuartos de minuto, Celia decidió perdonarle y retornar su mirada. Con resignación se dedicó a observar el paisaje. Probablemente el movimiento constante, pero a la vez relajante, hizo que se tranquilizara. En pocos minutos la sierra la hipnotizó. Cada segundo, un poco más grande. Más blanca. Más… Comenzó un brote de preguntas. ¿Siempre pasaba por aquí? ¿Se equivocó de tren? Pero la voz femenina y en varios idiomas le confirmó su destino. Entonces el vagón la acunó en tranquilidad. Tranquilidad. No recordaba ese estado.

Un apagón repentino le advirtió su entrada a una parada subterránea. Un latido de luces halógenas hizo que su corazón latiese a la misma velocidad. Bajó su mirada y se encontró con una cara no reconocida. Su cara. La iluminación no era la habitual, la que perfectamente había colocado cerca del espejo de uso diario. Vio unas líneas definidas, aunque sin expresión. Pasaron por su mente recuerdos de sus imágenes previas. Más tersas. Más vitales. Se saturó con la ilustración del cristal y adentró su mirada en el vagón. Uno lleno de robots, que como ella en anteriores ocasiones, no saben como se ve la sierra. Su vista se paseo por los asientos en busca de otras vistas. No hubo suerte. Todas estaban ocupadas en pequeñas pantallas. A punto estuvo de regresar su mirada al exterior, cuando se tropezó con otra justo enfrente suyo. Tuvo la impresión de que ese hombre, anciano, ya llevaba tiempo mirando en la misma dirección, la suya. No tenía ningún aparato tecnológico dedicado a sus sentidos, un periódico informándole sobre la actualidad. Ni siquiera un antiguo libro. Sus pupilas eran opacas. Lo que le sugirió a Celia que no contaba con ninguno de esos aparatos, ni antigüedades, porque emergían de sus poros muchas más historias.

La voz femenina le advirtió que había llegado a su destino. Con una corta media sonrisa se despidió del anciano. Bajando las escaleras de la estación pensó que antes de salir de casa siempre revisaría si lleva el móvil en su bolso.    

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus