Ciberjuventud democrática

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—Mañana es el día.

—No hay que precipitarse, Merit, no olvides que nos jugamos mucho.

—¿Me vas a decir a mí lo mucho que nos jugamos, Zaid? ¿A mí?

—Sí, precisamente a ti, compañera. No podemos dejarnos llevar por las emociones e instintos; no estamos para improvisar. Bien lo sabes.

—Reservad vuestras energías, os harán falta —terció el que parecía el más joven de ellos, mientras se dirigía a un sofá que hacía las veces de cama siempre que era necesario. —En cuanto llegue Jean, empezamos. Mientras, propongo preparar algo de té y relajarnos.

—No está nada mal este sitio; es incluso acogedor —continuó diciendo Merit, que pese a su estatura, aparentaba ser algo mayor que los demás. —Jamás sospecharían. ¿Cómo lo habéis conseguido?

—Es de mi tío, se lo cedió el consulado —intervino en inglés una chica con acento cantarín, situada al fondo de la sala. Hablaba con un hilo de voz. Estaba apoyada en la pared, observando la situación y pendiente en todo momento de que ni un mínimo rayo de sol se colara por las pesadas cortinas, raídas y algo amarillentas. No apartaba las manos de ellas, ni siquiera cambiaba de posición. Parecía rígida.

—No sabía que los «fresas» influyentes fuerais tan revolucionarios —bromeó Zaid.

—Pues ya ven, también sabemos reivindicar lo nuestro. Y por los vecinos no hay de qué preocuparse; muchos pisos están aún deshabitados, las familias han huido. En el primero vive una pareja de ancianos, él ya jubilado, antiguo profesor de física, y en el cuarto, un pediatra con su mujer y sus dos hijos pequeños. Pasan largas temporadas fuera, no habrá problema.

Se hizo un profundo silencio. Sabían cuánto había en juego; todos ellos habían perdido a alguien. Un padre fusilado, una hermana violada, un abuelo encarcelado y torturado, amigos desaparecidos, vecinos perseguidos, profesores quemados. Incluso alguno de ellos había sentido el dolor tan cerca, y tan profundo, que resultaba insoportable. Lágrimas amargas que desgarraban poco a poco su vida, sus esperanzas, su futuro. Su país.   

Fue entonces cuando se oyó el timbre. Khalid, el más joven de ellos, se llevó el dedo índice a la boca y, a modo de advertencia velada, clavó sus ojos airados en cada uno de ellos. No se movieron. Sus respiraciones, agitadas, apenas dejaban lugar a ruidos inoportunos. Al otro lado de la puerta se oyó una voz de acento extranjero.

—Creo que ya no necesito el paraguas; parece que ha dejado de llover.

Khalid abrió la puerta y lo dejó entrar. Jean era de estatura media, tenía el pelo cano y unos ojos azules fríos como el hielo. Caminaba erguido pero con dificultad, apoyándose en un bastón. Siguió a Khalid hasta el centro de la estancia y se dejó caer en el sofá.

—Bien, os presento. Este es Jean. Nos ha estado ayudando todo este tiempo y ahora ha llegado el momento de pasar a la acción. Es un viejo amigo de Wael.

—Debéis permanecer unidos —empezó diciendo Jean. Su voz sonaba potente y sincera. Hablaba un perfecto inglés. —Va a ser duro, muy duro, pero también muy bonito. El camino es más largo de lo que podáis imaginar… No vais a cambiar el mundo, no vais a derrocar a todos los poderosos, puede que ni siquiera sobreviváis. Pero sois la historia, sois el Muro, sois todo aquello por lo que un día luché. Y voy a ayudaros.

Nadie se atrevió a intervenir. Jean no apartaba la mirada de ellos; uno por uno, fue fijándose en sus ojos, en sus manos, en sus ropas. Dejó escapar una leve sonrisa. A continuación, bebió algo de té, se quitó un mechón de pelo que caída sobre la frente e hizo una seña a Khalid, que enseguida sacó algo del bolsillo.

Merit dejó escapar una risa nerviosa y se llevó las dos manos a la boca.

—No os quepa duda de que intentarán cortar el acceso a Internet en los próximos días, que os perseguirán, os espiarán y os mandarán arrestar. —Jean hizo una pausa que se les antojó eterna. —Tenéis que permanecer unidos. Jugar al despiste. Marcar horarios estratégicos de avisos por todas las redes. Si filtráis que estaréis en la mezquita protestando, la policía estará allí; y mientras, vosotros y miles de jóvenes más, rodearéis otro barrio, cargaréis con barras de acero y haréis una barricada. Seréis el motor de esta revolución; millones de personas sabrán qué ocurre a cada instante. El mundo tiene que saberlo.

Era el 24 de enero. Allí, en una bohardilla muy cercana a la Plaza Tahrir, quince jóvenes valientes y tenaces consideraron que la libertad era una bendición por la que merecía la pena luchar, y sentaron las bases de una primavera que tardaría mucho en florecer.

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