Harvey Richardson era un hombre de costumbres. Madrugaba para correr mientras la ciudad dormía, desayunaba un zumo recién licuado y cepillaba sus zapatos de piel zaina hasta que lucían lustrosos. Leía el Times en el metro y se apeaba una parada antes de su destino para recoger un latte en una cafetería italiana que, gracias a clientes como él, aún sobrevivía a la competencia de las franquicias. Le gustaba el amargor de aquel arábigo. Esa sensación le acompañaba varias horas después del último sorbo, el que daba antes de atravesar el arco magnético que flanqueaba la entrada de una torre de 30 pisos que se erguía discreta en Manhattan.

Superado el primer chequeo, Richardson cruzaba un torno que accionaba con una tarjeta, llamaba al ascensor mediante un sensor que escaneaba su huella dactilar y saludaba al sistema de reconocimiento de voz que abría las puertas de su oficina. Medio centenar de cámaras velaban por el cumplimiento del protocolo que, entre otras cosas, prohibía que empleados y visitantes introdujeran cualquier producto orgánico en las instalaciones, incluido café.

Los controles le hacían sentirse especial y su trabajo, imprescindible. Desfilaba con ínfulas aristocráticas por entre las mesas plebeyas ocupadas por agentes que procuraban parecer ocupados para evitar reprimendas. Solo departía brevemente con su secretaría. Rosalyn le informaba de su orden del día que empezaba con una evaluación de las comunicaciones interceptadas en internet durante la noche. Richardson era el último filtro, el vigilante que juzgaba cuándo las palabras se convertían en amenaza para el Departamento de Seguridad Nacional.

Aquel 3 de octubre, en la pantalla de su ordenador parpadeaban 17 alertas. La mayor parte eran correos electrónicos y publicaciones en blogs con habituales referencias a bombas, explosivos y yihad. Las descartó sin que le temblara el pulso. No disponía de recursos para investigar cada diatriba. También halló un manifiesto atribuido a grupos subversivos europeos:

Renac1m1ent0

Soy el primero de una especie. Mi yo, el yo nacido de un vientre, muere hoy, aquí y ahora, desterrado de este mundo inhóspito para resucitar alojado en la nube, omnipresente, como dios plenipotenciario. He aquí mi testamento, el antiguo y el nuevo, como prueba de la evolución de mi ser que encontró el camino al paraíso adonde regresa sin pecado ni culpa para reinar por los siglos de los siglos conectado a internet.

Mi nombre es Qu1n0, mi identidad binaria, mi voz digital. Carezco de sueño, jamás me olvido de una cara, tengo una memoria RAM. Navego entre conexiones y cables, de puerto en puerto USB, a la caza de respuestas como un buscador insaciable.

No soy ajeno a sentimientos, aunque intensos y efímeros. Cuento mis amigos por cientos. Existo en vídeos, fotos, comentarios y mensajes cortos; textos que escribo libre de ataduras morales, con o sin vocales.

Conozco el amor a distancia, el beso de pantalla táctil, la caricia de webcam. Lo deseo todo y lo deseo ya, el mañana es un concepto abstracto, la felicidad un emoticono en un chat. Mi paciencia se agota en un clic, tengo personalidad spam.

Conozco el odio, corrosivo y puro. Mi ofensiva es fulminante, por e-mail es letal. Con frialdad troyana ataco el alma de discos duros. Basta un ejecutable falso a lomos de un archivo adjunto para infectar con virus la raíz de mi enemigo.

Aún irrelevante, planeo mi asalto a la fama. Pronto todos gritarán mi nombre. Soy Qu1n0, el primero de una estirpe que renuncia a vivir en una sociedad cuyo sistema hace tiempo que ha dejado de ser operativo.

Mi yo decrépito, al que bautizaron Joaquín, fue criado en el seno de un espejismo infantil que prometía un futuro de cuento con derecho a casa, coche y vacaciones  pagadas. Pero otros se comieron su pan, él solo recogía las migas y les lamía las botas.

Le atrapó la frustración y se graduó en el paro, hasta que se cansó de ser comparsa en ese casino amañado donde solo gana el dueño, el corrupto y los hijos de ambos.

Esa ilusión podrida fermentó la semilla virtual en Joaquín que empujado al precipicio optó por saltar a la red dispuesto a ser quién quiso ser, y me engendró a mí para fraguar su destino.

Hoy la metamorfosis se completa. Joaquín es ya una sombra, un dispositivo externo. A veces una base de datos, siempre fuente de alimentación y hardware de carne y hueso.

Mi era ha comenzado, muchos me seguirán. No me crean superficial y vago. Soy omnipresente, plenipotenciario, un superhombre que se levanta y echa a andar. Mi identidad es binaria, mi voz digital. Mi furia, rabiosa. Carezco de sueño, nunca descanso. Jamás olvido una cara. Mi nombre es Qu1n0, un homo illuminatus.

Richardson imprimió el documento y lo releyó varias veces. Hizo algunas anotaciones:

Illuminatus. Latín. Iluminado, iniciado. ¿Illuminati? 1776. Masonería. Revolución Francesa. Mito ¿Estirpe?

Rastreó el origen del texto -algún lugar del sur de España- así como su incidencia en la red, aún baja. Tamborileó los dedos sobre su escritorio durante unos segundos. Deslizó la lengua por sus dientes sin abrir la boca hasta que dio con una veta de café. Paladeó satisfecho. Con un golpe de ratón mandó el archivo a la papelera de reciclaje.

Se acercó hasta la estantería y guardó la copia del manuscrito en su carpeta personal donde recopilaba anécdotas para ilustrar su próximo libro sobre seguridad cibernética. Notó entonces un murmullo proveniente de la oficina y sonó el teléfono. Lo descolgó de espaldas a la puerta que alguien golpeaba vehementemente.

“Richardson”
 “Sí, señor”
 “¿Qué demonios está pasando?”

Miró hacia atrás. Rosalyn había entrado en su despacho. Estaba pálida. Él se precipitó sobre su monitor. No había imagen. Golpeó el teclado pero el ordenador no reaccionaba. Dejó caer el auricular sobre la mesa y salió de la estancia. Afuera, unos empleados discutían, otros se encogían de hombros al teléfono, algunos se llevaban las manos a la cabeza.

En las pantallas oscuras resplandeció de repente un nombre: Qu1n0.

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