Sabe que están ahí, detrás de él.

No puede oír sus pasos, pero los siente, una presencia que augura males y desgracias. Intenta huir de ellos, sin estar seguro de quiénes son y qué razones tienen para perseguirlo. Lo único que tiene claro es que no quiere que lo alcancen.

Corre por las calles solitarias de la ciudad, atravesando la negrura de la noche, guiándose a ciegas por un espacio que, de repente, le es desconocido. Sin embargo, siente que todo es en vano. Por muy veloz que sea, nota que sus perseguidores están cada vez más cerca de él… Y eso le da miedo. ¿Qué quieren? ¿Por qué lo han elegido a él?

Todas sus dudas se estampan contra el muro que le cierra el paso en cuanto dobla una esquina. El final de sus esperanzas. Ya no puede retroceder. Su frente está perlada de un sudor frío que nada tiene que ver con el cansancio que lo atenaza.

Se vuelve. Se dice a sí mismo que será capaz de hacerles frente, sean lo que sean, pero el temblor de sus manos pregona que eso son tan sólo mentiras que se cuenta para acallar la voz de su miedo. Da un paso hacia atrás, hacia la pared que lo encierra, y luego otro, y otro más, hasta que apoya en ella su espalda. Quiere gritar. No puede. Sabe que lo están mirando, que se burlan y ríen porque, por fin lo han atrapado… Cierra los ojos y aguarda. Sus manos tiemblan con más fuerza. Él siente que todo está a punto de acabar…

Entonces abre los ojos. Se encuentra en la penumbra de su cuarto, a salvo, protegido por sus sábanas. Exhala un suspiro. Inspira. Espira.

«Ya pasó, ya pasó…», piensa. Se lleva una mano a la frente. A pesar de que está bien tapado, tiene frío. El recuerdo del callejón con el que ha soñado se mantiene vívido en su cabeza…

En ese momento, escucha una voz metálica que lo sobresalta. Proviene de un panel lleno de botones situado cerca de la cama.

—Alteración del estado de ánimo número 34.31.98. Causa: pesadilla —dice, fría, impersonal. Él exhala un suspiro y se regaña a sí mismo por haberse comportado como un idiota. Sólo se trata de su habitación, una de esas capaces de predecir el estado de ánimo de su dueño y ayudarlo en caso de que se encuentre mal. Están tan de moda… Muchos quisieron ver en ellas un avance tecnológico fundamental. Él aún cree que puede serle útil. Lo necesita.

Las lucecitas del panel se iluminan tenuemente durante unos instantes. Parpadean, luego se apagan. Entonces, la habitación inteligente pone en marcha su solución. De pronto, en las paredes se refleja el apacible claro de un bosque, un lugar que invita al descanso, a la tranquilidad. El sonido del canto de los pájaros se extiende por todo el cuarto. Uno podría tener la sensación de estar realmente allí.

En el idilio virtual que la máquina ha creado.

Él cierra los ojos e intenta dejarse llevar, dejarse acunar por las melodías que entonan las avecillas, dejarse vencer por el sueño. Lo desea de veras… Y lo conseguiría de no ser por un pequeño inconveniente.

Las garras del miedo aún se cierran sobre su corazón. Sabe que es irracional temer a cosas que uno tan sólo ha soñado, pero es incapaz de evitarlo. Allí, en medio del bosque imaginario, su mente recrea las presencias que lo atormentaron en sus pesadillas. Siguen ahí, entre los árboles. Y ríen. Ríen en silencio.

«No escaparás», parecen querer decirle. Él intuye que tienen razón. Se remueve en su cama, da una vuelta, dos, tres, hasta que pierde la cuenta y se desespera. Los sonidos que han llenado su habitación suben de volumen, el bosque cada vez es más real, pero no puede calmarse. Del panel empieza a surgir humo. Parece que la máquina está trabajando demasiado para terminar con sus temores, pero todo es inútil… Porque no se van, ¡no se van, maldita sea! Le pega un puñetazo al colchón en un ataque de frustración y furia. 

Y entonces se da cuenta de que está solo frente a sus pesadillas. Que deberá hacerles frente sin su habitación, esa que le costó tanto dinero y que, al final, no ha servido para nada.

Porque las máquinas no tienen soluciones para todo, aunque lo pretendan.

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