El congresista abandonó la reunión cuando los ánimos todavía no se habían encendido del todo. Después, lanzaron a los militares contra los manifestantes que se estaban aglomerando en la antesala del centro de reuniones. Las puertas acristaladas recibieron siete impactos de bala de un arma de gran calibre antes de reventar en pedazos. Los disturbios de los provida y los igualitaristas enmudecieron de improviso y se perdieron en una vertiginosa carrera hacia el extrarradio. Allí, William ‘Gnosis’ Stockes, el agente de campo enviado por el Departamento de Estado, se calentaba cerca de un cubo metálico que alguien había abandonado repleto de restos en llamas.
Los precios y las promesas que las empresas de biotecnología internacionales habían lanzado en 2025, terminaron por arruinar a un número exponencial de habitantes ansiosos por alcanzar la divina transhumanización. Ahora, la igualdad, la ética y la atención técnica y social de la cuestión parecían dar la razón a aquella frase del politólogo japonés Francis Fukuyama: es la idea más peligrosa del mundo, había afirmado.
—Agente —dijo una mujer joven de rasgos asiáticos—, soy Qi Hou. Vengo en representación del Gobierno de la República Popular China y la Comisión Militar Central.
Stockes encendió un pitillo intentando disimular el sobresalto. La vieja Europa había legado al subcontinente asiático la antorcha del conocimiento científico-técnico durante las dos últimas décadas; las grandes industrias, ubicadas en China y Japón, no tenían pretensiones ni intereses en el núcleo de la antigua guardia del saber. Hasta ahora. William no sabía qué pensar.
—Están vendiendo y facilitando aumentos a los insurgentes, agente Hou. Esto tiene que acabar. Tenemos un grave problema de conflictividad social entre manos, lo último que mi gobierno necesita es incrementar los flujos ilegales en el mercado negro.
La agente china se acarició el labio con uno de sus dedos robóticos, el acero bañado en níquel del brazo arrojaba leves brillos al aire.
—Veteranos de guerra, ancianos, pacientes con enfermedades congénitas… tienen derecho a mejorar su calidad de vida. La República China no está introduciendo material de estraperlo, pese a que su gobierno hace oídos sordos a la presión popular. Por otra parte…
—Negarían cualquier tipo de vinculación si así fuera —dijo William, completando la frase de su homónima asiática.
Hou serpenteaba. Sus caderas se estiraban y curvaban con gracia felina; un gesto sutil acarició la gabardina gris del soldado británico, deshaciéndose del carmín de labios que se había impregnado en la mano de la cíborg. Debajo de la chaqueta, se intuía la armadura de combate Mark II, tecnología militar de última generación, que dotaba al anfitrión de mayor potencia, velocidad y precisión. Atributos casi divinos al servicio del estado.
—Nuestro servicio de espionaje ha limitado la búsqueda a una empresa química en Daca que suministra material bélico al ejército de Bangladesh.
—Debe tratarse de una tapadera… —murmuró el soldado.
—Es demasiado imprevisible. Los máximos dirigentes consideran que este tema debe ser controlado y legislado, en ese orden. Así que su gobierno puede contar con la colaboración del Servicio de Inteligencia Chino.
El teléfono móvil de la agente emitió dos leves pitidos. Al colgar, la mueca de disgusto de Hou y el protocolo militar informaron al británico del resto: tenemos compañía, agregó en voz alta antes de que dos todoterrenos invadiesen el perímetro a la carrera.
Los 4×4 frenaron con un agresivo derrape, levantando polvo y suciedad a su paso. Del primer coche salieron dos pastores de combate lanzando dentelladas al aire; Qi Hou rodó hacia atrás, mientras tanto, Stockes desenfundó dos pistolas semiautomáticas y disparó contra uno de los perros cíborg antes de que el segundo le embistiese. Los mordiscos del animal destrozaron la gabardina del soldado en un instante pero, antes de que pasase a mayores, la pierna de la agente china impactó con furia en su estómago lanzándolo varios metros más allá.
—Coja la memoria con la información del grupo bangladesí, Stockes —gritó Qi Hou lanzando al aire el dispositivo electrónico al tiempo que cargaba contra un sujeto de dos metros de altura equipado con aumentos bélicos. En quince segundos, se unieron dos más. Stockes no dio tiempo al tercero; cogió unos metros de impulso e impactó un rodillazo en la frente del atacante. El hombre chocó contra el vehículo y se desplomó.
El más corpulento del trío golpeó el abdomen del soldado. William sintió como si una viga de hierro impactara contra él; la armadura Mark II se rindió al paso del puño y la sangre empezó a brotar. La agente Hou disparó una tanda de bengalas de emergencia contra los asaltantes y aprovechó la ceguera temporal de los mismos para auxiliar a William.
Desde la distancia, el agente Stockes transmitía el informe por canal cifrado. Uno de los atacantes no tardó en recuperarse, lanzaron un proyectil de lanzacohetes ante el que se interpuso la agente china. Después, conseguimos derribar a dos atacantes con varias ráfagas e inmovilizar al tercero.
Ahora, Qi Hou respiraba con dificultad, apoyada en el quicio de la ventana de un séptimo piso de la calle 42. Su kit de interfaz integrado para primeros auxilios había decidido suministrar una sobredosis de morfina controlada. La agente china se despidió del soldado inglés con una sonrisa quebrada.
El brillo del televisor mostraba al dirigente de una empresa biotecnológica concediendo un fuerte apretón de manos al presidente del gobierno. Tras un corte, el presentador de las noticias de medianoche decía: «Nanorobots médicos, regeneración celular o aumentos de la capacidad neuronal para los usuarios. Estos centros prometen acelerar la evolución humana hacia niveles nunca vistos gracias a la libre comercialización de los llamados aumentos. Algunos dirigentes chinos han tomado literalmente aquella frase del filósofo alemán que rezaba así: Gott ist tot. Seht, ich lehre euch den Übermenschen!»
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