-Tienes una llamada -me dijeron-.Parece importante.
¿Quién podría ser?. La gente con la que suelo comunicarme tiene mi número de móvil, y tampoco se les ocurriría llamarme a la oficina. Política de empresa: en el trabajo sólo llamadas de trabajo. A no ser, claro, que se trate de una urgencia. Y lo era.
Al otro lado una voz rota.
-¿Quién es? –pregunté. Pude escuchar un lamento.
-Soy yo, Elena -¡Mi hermana!. ¿Qué habría pasado?-. Tengo malas noticias…
Esperé asustada… Me invadió una terrible sensación de peligro.
-Pues…
Silencio otra vez.
-Es que esto no es nada fácil…
-¿Quieres que te llame yo luego?
-¡No!, no, no. Espera… El abuelo ha muerto.
En ese momento se paró el tiempo para mí.
Sentí que se me nublaba la vista, y fui consciente de que si no me agarraba a la mesa caería en redondo…
A partir de ahí no recuerdo gran cosa. Sí recuerdo la cara de mi jefa, cuando le dije que faltaría unos días. Me miró toda incrédula, ¡cómo se me podía ocurrir irme ahora, con el trabajo que teníamos!. Me dijo claramente que mi abuelo era una persona muy mayor, que debería habérmelo imaginado… o que al menos no debía pillarme tan de sorpresa.
En ese momento me sentí tan estúpida…
Agarré la chaqueta y me largué. En unos días regreso… si no quieren que vuelva, pues no lo haré. Pero ahora esto es más importante. ¿Qué sabrá ella?. Me quedé con las ganas de decirle “¿Cuando tu abuelo murió, no tuviste la necesidad de ir a verlo?. Entonces no le querías de verdad”.
Decidí no coger el coche, no estaba en mis cabales… Resultaba más seguro y más necesario un viaje en tren. En el camino, contemplando el paisaje, podría aprovechar para ordenar mis pensamientos… y mis recuerdos.
El pueblo de mi abuelo se encuentra junto a una playa, en una zona alejada de la ciudad. No es un pueblo muy grande, ni importante, sino más bien tranquilo, sobre todo en temporada de invierno. No vengo muy a menudo, a pesar de que con el tren la distancia tampoco es gran cosa. Pero para una abogada acostumbrada a trabajar de lunes a sábado (y he de reconocerlo, algunas horas del domingo) la cosa resulta más que complicada…
Así que desde el verano pasado que no había regresado. Un año ya.
Me invadió una horrible sensación de pérdida, de algo finalizado, que me hizo llorar desde que subí al tren hasta el final de mi trayecto. El paisaje del mar que me acompañó durante todo mi viaje no hacía sino incrementar mi pena, mi nostalgia. Mi abuelo había muerto. Mi infancia había muerto. Con él se acababa el mejor período de mi vida, y tenía la extraña sensación de que si mi abuelo ya no existía, mi infancia tampoco había existido nunca. Se llevaba con él mis recuerdos y la Ana niña, ésa, se iba con él, para siempre.
A pesar de todo mi dolor, quise despedirme de él. Necesitaba verle para estar segura de que era él, que no se había equivocado alguien. Qué cosas tan extrañas piensa uno en esas circunstancias. También necesitaba verlo para no engañarme a mí misma (no fuera que esperase su regreso) y sobre todo, necesitaba despedirme de él.
A partir de ahí mi vida dio un giro de 180 grados. Decidí quedarme unos días en casa de la abuela, en la misma habitación en la que me quedaba siempre, mi favorita, con vistas al inmenso y azul mar.
Empecé a instalarme y al mirar el móvil vi que me habían llamado. Por un lado varios amigos, seguramente para darme las condolencias. Pero también del trabajo… ¿alguna urgencia?. Estuve a punto de ceder a la tentación… Pero recordé entonces a mi abuelo.
Sonrío al recordarlo. Pero al poco se me saltan las lágrimas. Amaba el mar, y también la montaña. La gran ventaja de vivir en ese maravilloso pueblo, que yo recordaba siempre con mucho cariño, como el que recuerda una gran aventura o un sueño maravilloso. Odiaba las prisas. Ni siquiera se guiaba por un reloj… Cuando pasaba allí mis vacaciones, era siempre el más madrugador, y esperaba en el comedor a que yo despertara (que era bastante pronto porque estaba ansiosa por saber lo que íbamos a hacer). Desayunábamos pronto y decidíamos a dónde ir. Cogía su bastón, y yo una mochila, y nos íbamos a dondequiera que fuese. La abuela ya sabía a qué atenerse… o sea, que no sabía a qué hora llegaríamos, igual antes de la comida o posiblemente al anochecer… Pero ya no insistía en prepararnos un elaborado almuerzo, porque nos apañábamos con un bocadillo. Lo importante para nosotros no era el comer, ¡sino el llegar lejos!.
Mi vida ha cambiado mucho desde entonces. Y esa niña que amaba el mar, la montaña, la libertad… investigar, descubrir… observar algún pajarito o simplemente tumbarse en el suelo para ver el movimiento de las nubes… se ha convertido en una mujer pegada a un móvil y a un ordenador (el de la oficina o el portátil),una mujer que no para de consultar su mail y por supuesto su facebook, porque a consecuencia de su trabajo ha perdido un poco el trato con sus amigos, y su vida social se ha reducido a eso…
Cuando me hube instalado comprendí que tenía que deshacerme de todo aquello… así que le pedí a mi abuela que escondiera todos mis trastos electrónicos. Ella me miró a la cara, y comprendió muchas cosas… A veces los jóvenes olvidamos que la gente mayor nos lleva mucha ventaja, y que con sólo una mirada pueden descifrar los sentimientos de su gente más cercana. Me dijo: “Ve a la playa, y siéntate allí un rato. Con el abuelo pasabas allí muchas horas, ¿recuerdas?”.
Recuerdo mis pasos cuando me iba aproximando… el sonido de las hojas de las palmeras, al moverse, y el brillo del sol tras ellas. La fina arena en mis pies. Al fondo, el azul del mar, y otra tonalidad en el cielo. Era un día con un poco de viento, y las gaviotas volaban disfrutando de las rachas de aire… Recuerdo también el rugir de las olas (no demasiado grandes) y los gritos de los niños, entusiasmados. Una mujer llamando a su hijo, que se aproximaba al mar con cierta temeridad…
Y entonces me tumbé en la arena, para poder mirar las nubes.
Y decidí que a partir de aquél momento, mi vida tenía que cambiar.
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