Un hombre con ojos similares a los de Baroja, de a ratos recordaba a Aduriz. El hombre envejecido por la vida se sentó al lado de la ventana y dejaba fluir sus pupilas y su mente: veía a ese chiquillo correr entre árboles amarillentos y atravesar la espesura neblinosa, chapotear en los charcos, mientras la fina lluvia resbalaba por su rostro. Luego, Aduriz desaparecía poco a poco y dejaba atrás el puente y se adentraba en el lado de más acá. Pero antes de hablar del lado de más acá es preciso dar unas pinceladas sobre el lado del más allá: el lado del más allá es donde vivía Aduriz, que habitaba en una casa de campo donde correteaba de una estancia a la otra y de ahí a la siguiente. Siempre a una hora determinada, él se detenía, sacaba su libro e iba página tras página con la máxima atención y el mayor disfrute posible. En casa de sus padres la tecnología era un elemento prácticamente inexistente; muchas veces se preguntaba por qué la casa estaba tan inundada de libros.
Regresamos al lado de más acá y al momento en que Aduriz dejaba atrás el puente y se hallaba de nuevo en este lado. A Aduriz le parecía un lugar de lo más extraño y creía que un mal acechaba a estos seres; él estaba seguro que algún trastorno padecían estas pobres gentes. Espiaba a los chavales de su edad y los veía sentados en el parque y cegados por máquinas infernales que reposaban entre sus manos. Al desplazar su mirada hacia los adultos se le encogía el corazón y el alma de lo que recogían sus ojillos: descubría a personas con ojos inyectados en sangre de tanto mirar sus teléfonos, tabletas y portátiles. Para Aduriz todo lo que traspasaba sus pupilas era de difícil comprensión y un tanto insólito. En repetidas ocasiones él intentó entablar conversación con algunos habitantes del lado de acá y le fue imposible, ya que se encontraban totalmente absortos en esos aparetejos endiablados. A Aduriz se le hacía muy raro que esos chiquillos no corriesen, no saltasen y pareciesen hechizados por tales maquinitas, que para él no tenían mucho sentido, ya que prefería gastar su tiempo con algunos libritos que llevaba siempre en su pequeña mochila. Aduriz en vista de lo que veía en lado de acá, arrancó con gran fuerza hacia el lado del más allá. Él iba atravesando la niebla de esos campos gallegos sin miedo ni descanso.
El hombre envejecido por la vida y ojos similares a los de Baroja, tomó un trago de vino mientras su vista atravesaba la ventana y dijo: «¿ qué será de mi buen amigo y querido Aduriz?»
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