En aquel de los futuros posibles, la algorítimica de composición musical tuvo especial éxito. Ni siquiera los expertos eran capaces de distinguir entre una obra sintética y una original del propio autor. Pero ocurría, singularmente, que a nadie parecía importarle. “Me transmite lo mismo” decían algunos. “Son obras superiores, incluso“, decían otros “porque incorporan características de madurez sin haber perdido del todo la frescura de la juventud“.

Pronto fue posible crear, de forma parametrizada, una composición a medida de las emociones del espectador. Adaptarse a ellas. Y, a veces, incluso inducirse un estado anímico conveniente. No era extraño, por ejemplo, que un musicoterapeuta recomendara “un baño relajante, y un self-taylored-Chopin”. La idea era conectar con su  nostalgia, pero trasladarle un punto de esperanza.

Al poco tiempo no había centro comercial que no incorporara cámaras de alta resolución. Resultaban útiles para determinar el sentir de sus clientes y “darles la oportunidad de satisfacer sus deseos inconscientes“. Al menos, es lo que rezaba el slogan de Empatium Inc., la compañía titular de la patente.

Por supuesto, los aficionados siguieron escribiendo música. Pero era difícil hacerse un hueco en un panorama en el que todos los grandes de la historia estaban permanentemente vivos y más productivos que nunca. Eso sí, los pocos que conseguían destacar le daban un sentido mucho más pleno a ese estatus que tradicionalmente se venía llamando de ser un “inmortal” de la música.

Luego fueron los textos.

Las primeras victorias se dieron con el postmodernismo o el surrealismo. Era fácil que un texto aleatorio pasara por real, siempre que fuera muy intricado y la coherencia reposara más en la capacidad comprensora del lector que en el hecho de que hubiera, efectivamente, algo que entender.

Los avances en narratología y el procesado digital de obras clásicas, permitieron la creación de argumentos y tramas sintéticos pero efectivos. En paralelo,  desde el estudio de la entropía se consiguió modelar con gran perfección el estilo personal de cualquier autor.

Cómo hubiese escrito Chéjov aquella despedida. Qué diría Cortázar de este hallazgo. Con qué elocuencia respondería Wilde en determinada situación. Preguntas, en definitiva, que las personas aprendieron a hacerse una vez Empatium les propuso las respuestas. El material generado se difundía con licencias públicas, restringidas o privadas y, por un precio adecuado, -tal vez inflado artificialmente, pero asequible al fin y al cabo- era posible, incluso, mantener una correspondencia virtual con los grandes.  Qué riqueza inaudita la de la gente de aquel tiempo.

Sólo unos pocos advirtieron del peligro que conllevaba aplicar tales métodos a las cartas de familiares muertos. A los vídeos de las exparejas. A las fotos de los tiempos que no habían de volver.

Lentamente arrastrados hacia un estado de aceptada anestesia la población de la tierra aumentó. Al menos, virtualmente. Era indistinguible mantener a un amigo en una ciudad remota a permanecer en contacto con quien hubiera muerto. Al fin y al cabo, interactuaba con unos y otros en las redes y hasta mantenía conversaciones por videoconferencia. Los primeros años, se daban ciertos efectos de extrañamiento entre los vivos y sus compañeros muertos. Había algo de estático en “los ausentes“, de ser demasiado iguales a sí mismos durante periodos prolongados en el tiempo. Pero las versiones subsiguientes corrigieron ese error. Se modificaron las actitudes, las palabras o las noticias según fuera lo propio en la edad y la región. El pasado ya nunca volvería a ser un país extranjero.

Los vivos siguieron con sus vidas. Tal vez algo más insensibles a la muerte. Tal vez menos necesitados. Porque encontraban cierto tipo de paz entre los fantasmas. Y aceptaban que también ellos, cuando llegara el momento, estarían entre los “ausentes”. Replicados indefinidamente. Charlando amistosamente con otros fantasmas hasta el fin del tiempo.

Y sin que nunca más les hiciera falta aprender nada.

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