La muerte de mi viejo Motorola

La muerte de mi viejo Motorola

     Recuerdo que mi primer teléfono móvil fue un Motorola. Ya no era de los grandes que lo precedieron, pues aquellos nunca los pude comprar, mis ahorros no daban para tanto. Se abría en dos alas y dividía la pantalla con el teclado: uno en cada lado. Negro, fino y liviano, me aseguró el vendedor. Traía algunos juegos y lo que me pareció maravilloso por aquellos días: un cable de salida acoplado a dos pequeñas monedas para escuchar música. El aparatito me gustaba ¿por qué negarlo? Me entretenía en el metro, cuando los grandes trayectos se interponían entre mi casa y mi labor; mi novia me llamaba allí sin importar el lugar (o el clima) donde me encontrara, y yo escuchaba su voz que me relajaba en medio del bullicio de la gran ciudad y, la verdad, me dejaba feliz. ¡Qué maravilla la tecnología!, algunos años antes – pensaba por aquel entonces– cuando solo había teléfonos fijos los amantes eran menos libres para trasmitirse palabras de amor; debían desplazarse hacia lugares especiales y allí esperar o sincronizar el instante en que el otro estuviese presto para la llamada…  

Aquel Motorola me acompañó en buena parte ­­–para no decir en todas– de mis aventuras en el tiempo que anduve deambulando mundo afuera. Llegaban nuevos modelos a mis manos en los mostradores de las tiendas pero yo me resistía a cambiarlo, ¿para qué necesitaba otro? Estaba feliz con mi aparatico. Nunca fallaba cuando lo necesitaba y la carga le duraba lo suficiente  para mis inocentes necesidades comunicativas de aquel entonces. Hacía tiempo que mis amigos habían abandonado aquellos modelos equivalentes al mío por otros más modernos. Me mostraban sus hallazgos y las nuevas prestaciones de los mismos en cuanta ocasión se vislumbrase a su alcance, pero yo permanecía en mis trece…  

Pero hubo un día –cuando menos me lo esperaba– en que mi Motorola iba a morir, por lo menos para mí.

Me encontraba en la Habana, esa gran, mítica e inolvidable ciudad, donde me monté en un viejo almendrón con la intención de visitar a un gran amigo de infancia. Era un Ford rojo con palanca en los bajos y motor de Lada, cuyo chofer me estuvo describiendo la ciudad –incansablemente– hasta la llegada a la puerta de la pequeña casa de mi amigo. Una mujer que no conocía y que después supe era su señora, me recibió y me invitó a sentarme en la sala, justo a la entrada de la casa. Dos minutos después llegó mi amigo y nos abrazamos. Hacía tantos años que no nos encontrábamos… Desde los tiempos de la escuela, sí, desde la secundaria, el preuniversitario que lo hicimos juntos. ¡Cuánto tiempo! Estábamos memorando tiempos pasados cuando la señora interrumpió nuestra agradable conversación.

 –Ven hija para que conozcas a un amigo de tu padre.

La niña tendría unos once años, más o menos pues nunca nadie me dijo su edad, se acercaba despacio a la par de su madre y mientras andaba tanteaba el piso a su frente con un bastón. Le miré a los ojos y los tenía cubiertos con gafas oscuras. Entonces supe que era ciega. Ella se aproximó de su padre y de mí y se sentó a nuestro lado acomodando torpemente el bastón.

–Buenas –me dijo–.

–Buenas, ¿cómo estás? Le respondí.

–Bien ¿y usted?.

–Muy bien. ¿Y cómo te llamas?

–Laura. ¿Y usted?

–Leonel.

–Mucho gusto en conocerlo –me dijo–.

–El gusto es mío.

Algunos minutos después retornamos a los recuerdos del padre y de mí que tanto nos alegraban. Y recordamos cuando nos escapábamos hacia la laguna para bañarnos sin el permiso de nuestros padres, y de otras y tantas travesuras en la escuela o en la cancha deportiva que se hacen a esa edad. Entonces el padre (mi amigo) me contó que su niña había nacido ciega, de suerte que al parecer de los médicos nunca vería la luz del día. Pero me lo dijo con aquel conformismo atávico que trae junto consigo el infortunio, y una lágrima rodó como piedra por su mejilla… ¡Qué triste! –pensé– vivir y no ver la luz. Existir sin un amanecer en su resplandor, en su claridad matutina… Después quedé sabiendo que la niña era apegada a la radio. Que se pasaba los días cantando y ya tocaba sus primeras notas en el piano.

Entonces ella nos cantó un pedacito –satisfaciendo un pedido de su madre- de La Tosca de Giacomo Puccini. La bella música ejecutada por la chica invadió el pequeño recinto donde nos encontrábamos…

-Bravo, Bravo, Bravo, casi le grité a la niña y la aplaudimos con fuerza –sus padres y yo- en el pequeño teatro que era su humilde casa, y pude ver su alegría, en sus bellos y parejos dientes, como traspasaba las fronteras  de la sala y salía a la calle. Y esa tarde nos reímos y ella cantó otras bellas canciones para sus padres y para mí, y al final; cuando llegó definitivamente el final de todas las cosas y de todos los encuentros memorables, cuando ya era la hora de irme. Yo me vi sin nada para darle, o con que agradecerle por la felicidad suya y mía, gracias a ella, de poder verla cantar y ¿por qué no?, de verla vivir.

En aquel instante comprendí o me recordé que yo también tenía una memoria musical a bordo: un compendio sin fin de música clásica y popular. En mi bolsillo derecho sentía la presión del rectángulo metálico Motorola. Sabía que no había querido dejarlo en el hotel porque decían que te lo extraían de las maletas. Y mi Motorola estaba lleno de todas las músicas que me gustaban, ¿para qué enumerarlas?…

A la sazón, sin pensarlo dos veces se lo regalé a Laura y me despedí. 

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