Aparecen tres músicos en escena. ¡Qué decepción! Son blancos y delgados. Yo pensé que iba a haber alguno negro y grande como en las películas. Como en Nueva Orleáns.
¡Espera! ¡Ahí está! No lo veía con el telón de fondo, tan negro como él. ¡Bien! ¡Esto sí que va a ser jazz del bueno!
Aplausos. Con la primera vibra mi cuerpo, apareciendo ese escalofrío ya familiar por las manos, subiendo pausadamente hasta el cuello para erizarme el pelo y bajar con prisa hasta la punta de los pies. El cuello de Jessie se hincha como un fuelle reventando el botón de la camisa. El sudor resbala por su frente. Charles descoordina en un baile frenético manos y pies, transportándonos al África negra en un rito zulú. Peter sonríe desde el piano mientras James se apoya en su bajo con resignación. Las dos horas siguientes son una montaña rusa de sensaciones y ritmos donde media vida pasa por mi cabeza.
Al acabar me levanto del asiento y aplaudo entusiasmada. “¡Bravo!, ¡bravo!” Silbo mientras sigo aplaudiendo para pasar a entonar “oooooooooootra” una y otra vez.
Un toque en el hombro me hace pensar que algo va mal. La persona a mi derecha no me está tocando. Y de repente la oscuridad. Unos segundo para notar el casco sobre mi cabeza. Mi cara se enciende al imaginar el espectáculo de mi persona en pie, aplaudiendo y gritando en medio de la Feria de tecnología.
En un solo movimiento me lo quito, y sin levantar la mirada doy las gracias y me escabullo para perderme entre la multitud que se aglomera curiosa alrededor.
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