Como casi todos los días, lo primero que hago cuando me levanto de la cama es encender el Ipad. No por nada especial, tan solo es una costumbre adquirida después de pasar años delante de pantallas de ordenador pendiente de los movimientos de las bolsas nacionales e internacionales, de los mercados monetarios y de derivados, de las fluctuaciones en los precios de materias primas o de la evolución de fondos patrimoniales.
Sin embargo hoy no. Esta mañana soy incapaz de moverme; son las once de la mañana y mi cerebro zumba como una colmena. Con un gesto torpe alargo el brazo hacia la mesilla para poder ver la hora en mi Rolex y me percato de inmediato de que ha desaparecido, así como las llaves del coche y las del piso. Me incorporo levemente para poder echar un vistazo más amplio a la habitación y poder constatar lo que llevo medio minuto sospechando: esa maldita zorra me ha robado.
El Ipad también ha desaparecido. Tambaleándome doy una vuelta por la casa para comprobar si hay algo más que haya sido sustraído. Nada. Sin embargo no recuerdo haber visto ayer ese sobre que hay encima de la mesa del comedor. ¿Pero es que todavía hay quién envía cartas que no sean facturas o publicidad? La abro con cierta curiosidad. En su interior un papel toscamente doblado en el que únicamente está garabateado en grandes letras mayúsculas lo siguiente: “DEVUELVEMELO… SABES QUE NO JUEGO”.
Sorprendido y un poco asustado por el críptico contenido de la misiva me fijo en el remitente de la carta. Sí, Ángel Ruiz Estrada soy yo. El domicilio es el mío. El matasellos… ¿del diez de marzo? Pero si ayer era día tres. 2012… si, el año es correcto. ¿Es que he estado inconsciente toda una semana? Y además, no hay remite. ¿Quién ha enviado la puñetera carta? ¿Y que es lo que quiere que devuelva? Súbitamente lo que menos me preocupa es el coche, el reloj o el Ipad. Me entran sudores fríos; siento náuseas y retortijones; necesito ir corriendo al baño, vomitar, cagar, darme un baño y tratar de pensar con claridad.
En el jacuzzi, con un chorro de agua caliente masajeándome suavemente los huevos, me encuentro algo mejor. Y eso al menos me ayuda a enfocar el problema de un modo más o menos racional. Hoy es, efectivamente, cuatro de marzo, aunque ese es el menor de los problemas. Puede ser que la máquina de franquear estuviera estropeada y cambiase la fecha. Aunque lo que de verdad me inquieta es el contenido. Hago un rápido examen mental de a quién podría yo haberle quitado algo que tuviera que devolver. Evidentemente la carta es cosa de la rubia, o al menos está en el ajo. Nadie se folla a un tío para robarle las llaves de su piso y después subirle la correspondencia.
En el momento justo en el que salgo del baño suena el penetrante zumbido electrónico del telefonillo. Lo descuelgo. “¿Angel Ruiz?”. “Sí, soy yo”. “Mensajero. Le traigo un paquete”.
Firmo el recibo y cojo el paquete con suavidad, moviéndolo ligeramente y acercándomelo al oído para tratar de averiguar cual puede ser su contenido. Tampoco hay remite. Rompo el sobre de plástico y extraigo de su interior un paquete con lo que parece ser un DVD. En la caja solo hay un post-it con mi nombre. Reconozco inmediatamente la letra: es la misma que la de la carta. Cuando lo pongo en el reproductor la pantalla me devuelve una imagen familiar: es la vista que hay desde la terraza de mi casa. Después la cámara se gira y comienza a tomar panorámicas de todas las habitaciones. Miro la esquina inferior derecha de la pantalla en la que aparece sobreimpresa la fecha de grabación: 10-03-12. De repente una voz absolutamente irreconocible, grave, siniestra: “Devuélvemelo, sabes que no juego”.
En ese momento pego un salto en el sofá y salgo corriendo a la terraza presa del pánico. Me asomo a la misma vista que hace un momento aparecía en el televisor, pero no hay nada en ella que me permita adivinar que es lo que me está pasando.
El caso es que me encuentro realmente acojonado. No sé que es lo que tengo que devolver, ni a quién, o por qué es tan importante el diez de marzo. Así que decido esperar a que llegue ese día sin salir de casa para nada. En la oficina he dicho que estoy enfermo. Los envases de pizza y comida china se acumulan en la cocina, y por primera vez en mi vida tengo barba de varios días. Paso la semana sin ningún sobresalto. Si supero este día creo que podré volver a dormir tranquilo de nuevo.
Por fin sucede algo. A eso de las ocho de la tarde suena el timbre de la puerta. No se quién será, no han llamado al telefonillo. Trato de averiguarlo mirando por la mirilla pero todo está oscuro fuera, como si alguien hubiera apagado la luz o estuviera tapando la mirilla con el dedo. Sigo escuchando el timbre que suena sin parar. Muerto de miedo me acerco a la cocina y cojo el primer cuchillo que encuentro. Por fin, reuniendo todo el valor del que soy capaz de hacer acopio, abro la puerta. Mi jefe, mis compañeros de departamento, incluso la rubia del otro día. Todos están aquí.
Creo que mi cara debe de ser todo un poema, de pie en mitad del recibidor, sosteniendo en mi mano derecha un cuchillo y con aspecto de haberme levantado de un mal sueño.
-Hoy hace diez años que te incorporaste a la firma. ¿No lo recuerdas? El diez de marzo de 2002. Teníamos la esperanza de darte una sorpresa- dice mi jefe entre titubeos .
-Hijos de puta- digo yo. Y les doy con la puerta en las narices.
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