Empezó el día, el que según le habían dicho sería el más difícil, el que serviría de transición entre una vida y otra; no recordaba quién había sido, pero, sin duda, el tiempo acabaría por decirle que aquel no tenía ni la más remota idea sobre lo que hablaba; el primer día no sería el peor, para nada, simplemente sería un día como otro cualquiera, o casi. Sí, es cierto que las primeras horas, tras levantarse de aquella cama en la que apenas había dormido, y refrescarse la cara con un poco de agua, resultaron largas, e incluso pareció embargarle cierta ansiedad; ni la décima parte de lo que le esperaba; aquello no era más que la antesala de lo que iban a ser el resto de sus días, perdido en la montaña, en aquella antigua casa rectoral que la congregación utilizaba para el retiro, la última de las etapas que le quedaba por afrontar; la definitiva, aquella que debería hundirlo o salvarlo. Allí estaba, en la reunión de las doce, aferrado, como náufrago que se agarra a la tabla, a la que podía ser su última oportunidad, el inicio de una nueva vida; deseaba gritar a los cuatro vientos «estoy limpio» y, sin embargo, temía no tener la suficiente fuerza de voluntad para afrontar aquel reto.

Más tarde, encerrado en su habitación recordaba el día en que su novia le había regalado su primer móvil; por aquel entonces última tecnología, hoy un cacharro. Siempre había creído que aquello no iba con él; le resultaba estúpido andar por ahí con aquel aparato; incluso se cuestionaba, como lo hacían la mayoría de los por entonces “antimóvil”, que aquello realmente le fuese de utilidad; en realidad no lo era, ni lo sería nunca, pero las necesidades se crean, y alguien se había encargado de crearla. Creyó que aquello se quedaría allí, en molestas “llamadas perdidas” de control y mensajes «TQM»; nada más lejos de la realidad. Ahora, años después, se encontraba encerrado en un cuarto, al que le habían relegado tras la charla mañanera, con la única compañía de unos libros y unas revistas de pasatiempos; bueno, al fin y a la postra, pensó, en aquello era en lo que siempre había ocupado su tiempo libre: leer y estrujarse el cerebro para adivinar una palabra de siete letras a través de una breve pista; el plan no estaba mal, e incluso se apetecía ilustrativo. Iluso, pensó que los siete días de encierro, en los que no tendría contacto con nadie, serían llevaderos, pues las lecturas parecían interesantes y siempre había tenido cierta maña para rellenar crucigramas y resolver sudokus.

Al segundo día la ansiedad fue en aumento. Ya no eran brotes repentinos que más o menos duraban quince o veinte minutos; no, ahora el desasosiego le acompañaba durante una hora, incluso dos, y se repetía en intervalos de tiempo cada vez más cortos. Aquello no le dejaba concentrarse, haciéndole imposible leer o resolver el más trivial de los pasatiempos; era incapaz de apartar de su mente todo aquello que le perjudicaba, lo mismo que había acabado relegándole a aquel cuarto. Por momentos creía que no iba a poder seguir adelante; quizás, pensó, un simple mensaje, de los tradicionales, podría ayudarle a superar aquel estado, pero no se le estaba permitido; nada le estaba permitido más que alguna infusión relajante para calmar la ansiedad. Descolgó el teléfono que tenía sobre la mesilla de noche y llamó al director; al poco, picaban a la puerta; una mujer le traía una tila. La bebió mientras daba vueltas alrededor de la cama. Disfrutó de un par de horas de tranquilidad, alguna más, quizás, hasta que llegó la noche.

Las ojeras, reflejadas en el espejo a la mañana siguiente, dejaban adivinar que no solo había tardado en conciliar el sueño, sino que a las cuatro de la mañana se había desvelado siendo incapaz de volver a dormir. Aquel día y los dos que siguieron fueron como una pesadilla, hasta el punto que la ansiedad le hizo vomitar la escasa comida que había sido capaz de engullir de mala gana. Al final, aquello era un proceso de desintoxicación como otro cualquiera, y como tal, tan solo había una forma de superarlo: la fuerza de voluntad y la capacidad de sufrimiento. Quizás sería porque de aquella forma lo recordaría para siempre, y este amargo recuerdo le haría no volver a caer en lo mismo; sea como fuere, le habían convencido de que no había alternativa. Aguantó, pero lo hizo por amor. En sus momentos más bajos, en los que rompía a llorar por la impotencia, mancillado por aquella detestable ansiedad, buscaba en el bolsillo del pantalón y sacaba la cartera; la siguiente media hora la pasaba mirando las fotografías de sus hijos y su mujer; su visión le hacía sacar coraje de donde no lo había y seguir adelante. Lo merecían, aunque solo fuese por el tormento de vida que les había dado aquel último año. Había perdido su empleo, la comunicación con sus hijos, desatendido a su mujer, con quien incluso ni siquiera se iba a la cama, y convertido su vida en una ridícula dependencia, llegando incluso a cambiar su carácter; al final, había tocado fondo en aquel pozo al que su adición le había llevado. Alguien le habló de la congregación, y allí estaba él, tratando de recuperar su autoestima, su vida de antes, de antes de que aquellos “avances” se la absorbiesen por completo.

Al sexto día la ansiedad ya casi había desaparecido; fue capaz de pasar casi todo el tiempo leyendo y resolviendo pasatiempos, y le resultó sencillo conciliar el sueño y dormir toda la noche del tirón.  Al séptimo la puerta se abrió y el director le indicó que le siguiese. Tuvieron una amena charla; lo siguiente sería más fácil. Al final, aquello culminaría con un abrazo de sus hijos y un largo beso de su mujer, ya en casa, completamente recuperado. No arrojaría su móvil a la basura, ni tan siquiera se daría de baja de las redes sociales, o de los juegos “online”; no era necesario, bastaba con saber hacer un uso racional de la tecnología, aquella misma que, por otro lado, había hecho su vida más fácil.

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