Encontró inopinadamente, el andrajoso, vetusto y desvencijado objeto-no sabía que era un libro-, en el lugar más recóndito del desván.

Lo asió entre sus manos y, arrellanándose en un sillón relax, comenzó a ojearlo, hojeándolo. Sintiendo el tacto del papel impreso, de vez en cuando, acercaba su nariz a él, para hacer llegar a sus papilas olfativas ese olor a “viejo” que, a la vez que no le desagradaba, le era desconocido.

Tras más de tres horas ininterrumpidas de lectura, se quedó dormitando con su precioso dije abierto sobre su halda.

Los niños, no cambian con la civilización; sino, cambian la civilización. Existe el Mundo, porque siempre hay un niño que lo mira, o un hombre que mira con ojos de niño.

Nuestro púber lector rozaba la edad de los quince años, la bendita edad del pavo.

Hacía más de treinta lustros que los libros habían dejado de existir en la Tierra.

Eran muchas las razones que llevaron a sus habitantes a sustituirlo: problemas de espacio en viviendas, la desmedida superpoblación, el cuidado del medio natural, nunca reconocido en tiempos de bonanza… etc. Fue sustituido-dada la tecnología de los nuevos tiempos- por el ecolibro, o libro digital, y con el tiempo, que fue mucho, desaparecieron sin dejar rastro, o fueron reutilizados para otros fines contrarios para los que se imprimieron.

Amanecía placidamente, y mientras el sembrador de luces intentaba hacerse notar filtrando sus haces por unas nubes aborregadas que, ignorantes de su inveterada costumbre de esparcir luz y claridad intentaban retardar. Despertaba nuestro dormido lector y, se disponía a organizar  el nuevo día, que se presentaba: radiante, prometedor y sobremanera, interesante.

El libro encontrado en el desván, era una primera edición de 1870 de: Vingt mille lieues sous les mers, escrita en  su versión original.

Terminados los quehaceres diarios y rutinarios, se prestó nuestro lector a continuar con las aventuras que le esperaban entre las hojas de su libro. Pero le asaltó una idea que, en principio consideró interesante: comparar si el contenido del libro en papel, era igual o distinto al del ecolibro.

Dicho y hecho.

—Veinte mil leguas de viaje submarino. Autor Jules Verne. Edición de 1870. Editorial Hetzel— Dijo con voz pausada—, abalanzándose sobre el micrófono del ecolibro.

En poco más de tres  milisegundos, los superordenadores centrales, mostraron en la pantalla  la portada del libro requerido, coincidiendo-como era de esperar-con la portada del libro en papel que tenía.

De inmediato, comenzó a leerlo.

Según iba pasando el lector sus ojos por las palabras del libro digital; éstas, se destacaban, tenue, pero lumínicamente, e impelían una intercomunicación sensorial y telepática entre lector y aquello que captaban sus ojos. Esto, hacía percibir al lector-cosas de la tecnología-, lo leído como representado en la mente, a la vez que sentía el sumo placer de la lectura.

El ordenador, ordenaba y valga el pleonasmo, y no dejaba lugar a la imaginación.

Ya fueran las situaciones reales o ficticias, como sus personajes; los ordenadores fijaban en la mente del lector un remedo de cada una de ellas, cada vez que el leedor pasaba sus ojos sobre el texto.

Era igual para todos los lectores, siempre que el texto  fuese el mismo, e incluso cuando sin poder, o sin querer leerlo; una voz artificial y atiplada del “Dios Ordenador” les relataba su contenido.

Si leías un texto donde aparecía el nombre del premio Nobel de física del año 1921, Albert Einstein. En la mente del lector aparecía la imagen manida, de esa foto donde el ínclito posa con la lengua fuera y el pelo ya blanco y enmarañado.

Dulcinea del Toboso y Aldonza Lorenzo producían dos imágenes distintas en el lector, dependiendo de si, era Don Alonso Quijano, o Sancho el que la mencionaba.

Ciñéndonos  a nuestro relato y libro:

Ned Land, el arponero canadiense dotado de fuertes brazos, así como, el capitán Nemo, o, el biólogo Pierre Aronnax, tenían en la memoria del Dios tecnológico, imagen y brillo propio. En cada una de las descripciones del relato, aparecían, según las situaciones, con trajes y tocados propios del momento relatado por el autor.

El capitán Nemo( Nemo  tiene raíz latina: nadie), que desde su creador Julio Verne, hasta todos y cada uno de sus lectores hemos querido ser, a nuestro lector no le permitía el ecolibro serlo. No podía zangolotear por la cubierta del Nautilus en compañía de sus invitados. No podía mirar a través de los enormes ojos de buey, como multiabrazaba al submarino un pulpo gigante salido de las inmensidades del océano.

Para los ordenadores centrales, hasta el pulpo tenía unas dimensiones ya determinadas y calculadas por ellos..

Como había leído parte del libro en papel, antes de hacerlo en el ecolibro. Nuestro lector había confeccionado  imágenes, que no coincidían con las que le suministraba el Dios Ordenador.

Esta situación le produjo desosiego y descontrol. No podía tener la imagen de dos arponeros distintos, sólo existía para él un Land, su Land.

Intuyó que le gustaría más seguir imaginando que, se lo diesen imaginado, y cerró el ecolibro, siguiendo con la lectura del libro en papel que había dejado la noche anterior a medio terminar.

Se instaló como la primera vez y, continuó inmerso en las aventuras del Nautilus, hasta terminar su lectura; pero con ella, no se acabaron  ni los anhelos ni las quimeras.

Volvió a caer dormido, esta vez con el libro ya cerrado. Y, soñó, soñó sueños y aventuras que nunca había tenido anteriormente.

Por primera vez a sus quince años de existencia: SOÑABA SUS SUEÑOS, al igual que sus ancestros habían soñado los suyos.

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