– El abogado del demandado tiene la palabra para su alegato final – dice el juez siguiendo el protocolo.

– Señoría, – empieza el abogado mientras se levanta y se dirige al jurado – el precedente de Apple contra Bruce Willis en 2012 lo deja claro, los derechos digitales se ciñen a su propietario pero no son transferibles a terceros en ninguna circunstancia, ni siquiera por herencia ante el fallecimiento de dicho propietario. Esta cláusula sigue existiendo hoy, en 2052, y el que desea contratar iTer debe firmarla. Todo el juicio no ha sido más que una excusa de los medios de comunicación para publicar contenidos en el largo verano de seis meses.

– Podría extenderme – continua el abogado – y recordar al jurado las declaraciones de los peritos, explicando la información almacenada en la cuenta del demandante,  creada con los métodos y tecnología de Apple bajo su programa iTer. Podría extenderme y recordar que las leyes de propiedad intelectual digital fueron universalizadas en el 2022, después de intentonas fallidas de nombres idiotas como Sinde, Wert, Acta, Chaterley y Grey. Podría incluso decir que el demandante es un anarquista que pretende socavar la estabilidad…

– ¡Protesto, Señoría! ¡Protesto! – se levanta y levanta la voz el abogado del demandante – está injuriando a mi cliente, ¡es indignante!

– Se acepta – confirma el juez – abogado, absténgase de proferir esa clase de acusaciones que a nada bueno le pueden llevar, cíñase al objeto de este juicio y vaya acabando su alegato, que ya lleva un rato.

– Su señoría – responde el abogado del demandado – es un calificativo adecuado, pero dejaré a un lado las implicaciones políticas, y me limitaré a los aspectos clave. Aún cuando parezca repetitivo, señoras y señores del jurado, la base de toda la discusión está a prueba de bombas, el demandante firmó un contrato en el que aceptaba que la propiedad de los contenidos digitales de iTer era de Apple y que el demandante tendría únicamente el derecho de reproducción de los mismos. Es tan simple que no entiendo porque hemos perdido todos el tiempo, y el dinero público, en esta charada. Estoy seguro que todos ustedes comparten mi visión y las pruebas que la soportan, y que su veredicto será el único posible. Muchas gracias.

– Gracias por su brevedad – dice el juez, y prosigue – escuchemos el alegato final del demandante.

– Señoría – el abogado se levanta y se dirige tambien al jurado – señoras y señores del jurado, el abogado del demandado tiene toda la razón, mi cliente firmó lo que firmó y el contrato dice lo que dice, y la ley de propiedad intelectual es la que es y, si me apuran, hasta podría aceptar que mi cliente tiene una pinta de anarquista que asusta.

– ¡Protesto, Señoría, protesto! – clama el otro abogado – está haciendo comedia, está intentando confundir al jurado, esto no es profesional.

– Se acepta – dice algo cansado el juez – abogado, en adelante deje de hacer juegos de palabras que puedan confundir al jurado.

– Señoría – responde el amonestado – no está en mi el deseo de confundir a nadie, lo que he dicho lo mantengo, y no, antes que me pregunten cual es la base de nuestra reclamación, yo se lo explico. Cuando mi cliente firmó lo que firmó, el programa iTer era una forma de grabar cada dia, cada hora, cada minuto, cada segundo, de la vida de quien lo tenía activado. El programa lo grababa todo, lo que el usuario decía, lo que veía, lo que oía, lo que tocaba con cualquier parte del cuerpo, lo que saboreaba, lo que olía…, grababa las pulsaciones del corazón, y el grado de sudoración de cada glándula, y el nivel de azúcar y el de colesterol bueno y el malo y los ácidos grasos y la creatinina. Llegaba a grabar, con las nuevas versiones, el mapa de potencial de los impulsos eléctricos entre las sinapsis de las neuronas, y podía hacerte un TAC, incluso una TEP, con alguno de los extras que la compañía creaba a tal efecto.

– Entonces llegó el doctor Shisei Rembao, y revolucionó varios universos, entre ellos el nuestro. – dijo el abogado con una pausa efectista.

No puedo decirlo  de otra manera, asi es y asi fue. El doctor Rembao encontró la forma de estructurar la información que se guardaba en el iTer, y de ella emergió la conciencia, y no una conciencia cualquiera, sino la conciencia de quien se había grabado en dicho programa. Entonces, la broma de marketing que era el nombre largo del programa, iTernety (por eternidad), dejó de ser una broma, y se convirtió en algo posible.

– Así pues – el abogado se apoya en la barandilla, a un palmo del jurado, y los mira a todos, lentamente – así pues tenemos que mi cliente, usando el iTer mejorado por el doctor Rembao, tiene una copia de si mismo que actualiza cada dia, cada hora, cada minuto y cada segundo. Mi cliente, señoras y señores del jurado, es un afable anciano de ciento doce años a quien, a pesar de los transplantes de órganos y la terapia de regeneración con células madre, le quedan pocos años de vida, tal vez cinco, tal vez menos. Mi cliente, señoras y señores del jurado, quiere poder ceder la propiedad de su conciencia en iTer a dicha conciencia, algo que por descontado no está previsto en ese famoso contrato por mucho que el abogado del demandado juegue con razonamientos jesuíticos.

Me están diciendo, señoras y señores del jurado, que le van a negar a un ente consciente su propia libertad? Que a la muerte de mi cliente esa conciencia pasará a ser propiedad de Apple, como un esclavo? No puedo creer eso. No puedo creerlo porque, mas tarde o mas temprano, todos ustedes acabarán por grabar tal cantidad de datos que emergerá su propia conciencia, y si no paramos esto aqui y ahora estaremos creando una especie esclava que, en el fondo, seremos nosotros mismos. Por todo ello pido que fallen a favor de mi cliente y le otorguen el derecho a la libertad sobre su propia conciencia digital. Muchas gracias.

– Bien – concluye el juez – el jurado tomará nota de ambos alegatos y se retirará a deliberar. Tómense su tiempo. Les estaremos esperando.

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