—No lo sé. Tendrás que preguntarle a Julia. Entonces, ¿nos vemos a las nueve en casa de Luis?<?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />

El ascensor marcó la planta baja y se abrieron las puertas. Daniel dejó pasar a su vecina del tercero y le dijo adiós con voz ronca. Ella hizo un gesto con la cabeza y siguió hablándole al móvil. Cruzó el portal en cinco pasos y desapareció. Sus últimas palabras resonaron en la cabeza de Daniel mientras salía a la calle.

Se ajustó la bufanda y aspiró despacio el olor a chocolate con churros que llegaba de la cafetería de enfrente. El olor de la abuela Carmen de los sábados por la mañana un jueves a las seis de la tarde; la sensación de que algo no estaba en su sitio. Se palpó los bolsillos del vaquero y sacó el móvil. Desbloqueó el teclado y miró la pantalla. Sin mensajes. Sin llamadas. Guardó el teléfono y caminó hacia la derecha.

Un par de manzanas adelante vio venir de frente a un chico joven. Tendría unos veintisiete o veintiocho, más o menos su edad. Llevaba los pantalones rotos por las rodillas y caminaba haciendo eses.

— ¡Que te jodan! —le gritó el chico al teléfono que llevaba pegado a la boca—. ¡No me mientas! ¡Puta! ¡Sé que me la pegas con ese…! Daniel se apretó contra la fachada del edificio. El otro lo miró como si fuera un viejo conocido y le extendió el móvil.

— ¡Eh, tú! Ven aquí. ¡Díselo! Dile que es una puta. A ver si a ti te hace caso —Daniel, sin mirarlo, aceleró, mientras el otro le insultaba y volvía a gritar al teléfono—.

Al final de la calle, aún no había recuperado su ritmo cardíaco normal. Esperó a que el semáforo se pusiera verde junto a una niña acompañada por su perro, que no dejó de ladrar hasta que ella le acercó al hocico una galleta en forma de hueso. Daniel aprovechó para echar otro vistazo al móvil mientras el perro masticaba la chuchería y se relamía los dientes. Sin novedades. El hombrecito rojo del semáforo cambió de color y Daniel, dando una palmadita en la nuca al animal, cruzó y giró a la izquierda.

Siguió a la derecha por la siguiente calle y comenzó así un recorrido en zigzag. A veces le divertía pensar en el dibujo que estaría dejando en el suelo si sus pies pintasen.

En la tercera esquina rodeó un charco que ocupaba casi toda la acera y mitad de la calzada. Había un camión de bomberos parado en medio de la calle y un par de coches de policía subidos en la acera a continuación.

—No veas la que se ha montado —escuchó—. Sí, hija, sí.

Miró hacia arriba, de donde venía la voz de pito, y vio a una mujer de mediana edad asomada al balcón, en bata y zapatillas, y hablando por teléfono.

—Pues ni idea. Dicen que la cosa va para largo —la mujer echó un último vistazo hacia abajo y fue hacia la puerta de la terraza. Antes de cerrar, se la oyó decir—: Sí, una tubería.

Daniel llegó al paseo peatonal con el móvil en la mano. Nada. Ni una llamada perdida, ni un mensaje. Le extrañó ver el Paseo tan vacío. Las mesas de las terrazas recogidas, sólo un par de personas caminando de aquí para allá. El ruido sordo de los tacones de la mujer de negro acercándose. El invierno.

Volvió a meter el móvil en el bolsillo. Recorrió el Paseo con especial lentitud, arrastrando las suelas de los zapatos sobre las baldosas. Se detuvo a respirar el olor a cuero nuevo que se escapaba de la peletería de Damián, una de las pocas viejas tiendas que quedaban por la zona. Salió a la ribera cuando casi se había hecho de noche. Habían encendido las farolas y las sombras de los árboles se movían en el suelo, como cuando era niño y jugaban a saltar de una a otra. De sombra a sombra.

Esa noche, el Ebro bajaba deprisa, llevando ramas y alguna que otra bolsa de plástico. Daniel lo miró un momento, hipnotizado, y siguió su camino junto a la barandilla. Vio a varias parejas que paseaban de la mano. Escuchó más fragmentos de conversaciones de móvil cazadas en lo que tarda una persona en cruzarse con otra.

—Lo siento. No puedo —dijo una joven con minifalda, medias negras y botas por las rodillas—. Ya sabes que Mario está en el hospital. Sí, mejor… pero es complicado.

—No sé. No sé si eso está bien —decía un hombre que estaba sentado en un banco, encogido, con la cabeza entre las manos—. ¿No te das cuenta de lo que puede pasar? ¿Y si lo echamos todo a perder?

Daniel tuvo la tentación de parar a escucharlo. Curiosidad. Pero algo le dijo que lo que iba a hacer no estaba bien, y se obligó a seguir caminando.

—Que te quiero. Sí. Mucho. Claro que sí —la quinceañera se tocaba el pelo y sonreía mirando a ninguna parte—. ¿Un beso?

La última conversación fue la de un anciano medio cojo que hablaba despacio. Caminó un trecho junto a él.

—Sí, cariño. Pásame a mi nieto. Jaime, ¿qué tal te portas? ¿Sí? ¿Cómo va el cole? ¿Sabes qué? Tengo una cosita para ti. No. Es una sorpresa —esbozó una sonrisa arrugada y escuchó un momento lo que le decía la voz al otro lado del teléfono—. Renacuajo… Ya quisiera yo.

Daniel sacó otra vez su móvil del bolsillo. Sin llamadas. Buscó un nombre en la agenda y pulsó el botón de color verde. En la pantalla: “¿Llamar?”. Pulsó “”, se colocó el teléfono en la oreja y esperó. La línea dio señal, y después de un tono, la conocida voz de mujer contestó: “El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura”. Daniel guardó el móvil y siguió su camino, ahora de vuelta a casa, por la ribera.

A los cinco minutos sacó de nuevo el teléfono. Se quedó mirando la pantalla. Los segundos avanzaban despacio en el reloj digital; 42, 43, 44… La carga de la batería estaba más o menos a la mitad, y la cobertura era máxima. Buscó de nuevo el número en la agenda, y ya iba a pulsar el botón de llamada cuando lo pensó mejor y bloqueó el teclado. La luz de la pantalla se apagó.

Daniel miró el aparato como si fuera un bicho extraño o desconocido; por delante, por detrás… Se lo cambió de una mano a otra, tocó con cuidado las teclas numeradas del cero al nueve. Y muy seguro, con todas las fuerzas de su brazo derecho (el bueno), lo lanzó al agua.

Después, siguió caminando.

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