El vendedor se detuvo un momento ante el bisel que hendía aquella puerta y observó a través del resquicio para percibir algún movimiento. Era la tercera casa que visitaba esa mañana y hasta entonces sus esfuerzos habían resultado infructuosos. No le hacía mucha gracia que su compañía lo hubiese arrojado a aquella zona bien atendida por las autoridades, con las calles aseadas y los fulgores del sol destellando rutilantes contra el metal oblongo y acabado en forma de cúpula tan distinto de las construcciones antiguas. Aunque no estaba seguro de si había alguien acercó el dedo al sensor de llamada que movilizó inmediatamente aquella especie de mirilla telescópica que identificaba uno de los ojos del visitante: conocía aquellos sistemas de protección casera, aunque le inquietaban, porque el éxito de la venta dependía en parte de sus habilidades para presentarse. Debió constatar en un microsegundo su afiliación a la seguridad social y número de trabajador. Pensó que, sabiendo ya que era un vendedor y qué vendía, era improbable que la puerta se abriese. Pero se abrió y un zumbido metálico potente y bien modulado le habló directamente.

—  ¿En qué puedo ayudarlo?

Era el R-750, un nuevo modelo de máquina que había suplido al único robot con el que el vendedor había tratado, el R-675. Las identificaciones visuales de esta máquina obsoleta no eran capaces de reconocer patrones complejos y se hacía un pequeño lío al proyectar cálculos resueltos sobre aplicaciones estratégicas. Tenía la potencia de millones de ordenadores conectados en serie surtiendo de imaginación probabilística las conexiones neurales equivalentes a las de una cucaracha o quizá un ratón. El vendedor tenía uno de esos en el lavabo calculando los millones de microbios parapetados tras las cortinas o el inodoro y proponiendo soluciones alternativas a su proliferación, como podía ser, por ejemplo, la extinción a través de la limpieza. Pero con este nuevo modelo las cosas habían cambiado a muchos niveles: ya no eran ordenadores, sino seres pensantes con una capacidad de cálculo colosal que tenían cabida en una sociedad altamente desarrollada en la que los humanos cualificados supervisaban los trabajos de física o ingeniería de las máquinas, y los menos cualificados…

—  ¿Qué tal? Buenos días. Permítame que me presente: ante usted Juan Crisóstomo de la barriada de Entrevías III, compañía Kentro, proveedores de compañía animal.

—  Tanto gusto —replicó el robot mientras se hacía a un lado para que el hombre entrara en la casa—. ¿No entra usted, Juan Crisóstomo de la barriada de Entrevías III?

Juan esbozó a su pesar una mueca de desagrado y se mantuvo en la puerta, tamborileando con la suela del zapato en el suelo.

—  No, no es necesario. Total van a ser dos minutos, y usted no va a interesarse.

—  ¿No? —el robot emitía un agradable zumbido decreciente cuando sus palabras se acercaban al final de la frase—. En todo caso pruebe usted.

—  No sé… ¿para qué iba a necesitar una máquina una mascota adiestrada para hacerle compañía? No entiendo cómo me han enviado aquí.

Juan Crisóstomo se detuvo en seco cuando se dio cuenta de lo que había dicho: en su afán por exponer una mercadotecnia agresiva  había dejado traslucir una emoción. El robot dijo:

—  ¿Tiene usted algo en contra de los robots, señor Juan Crisóstomo de la barriada de Entrevías III?

—  No, no… claro que no. Entiéndame, es una forma de hablar. Yo conozco a muchos robots, algunos de mis mejores amigos son robots. ¿Por qué iba a tener? Pero los robots no necesitan… es solo que soy…

—  Humano —completó el robot.

—  Iba a decir vendedor —se crispó un poco Juan—. Y ¿usted? ¿Tiene algo en contra de los humanos?

—  Solo en contra de algunos.

—  ¡Ah! ¡Ah! Así que la nueva hornada de prodigios cibernéticos resulta que es racista.

—  ¿No me enseña usted sus mascotas?

Juan Crisóstomo sintió aumentar su presión sanguínea. No obstante se serenó mientras extraía de una mochila en la espalda un cachorro de perro de no más de tres semanas. El animal olisqueó los tobillos metálicos con curiosidad dejando un rastro de babas visible entre sus piernas. El robot quiso saber:

—  Juan Crisóstomo de la barriada…

—  ¡Llámeme Juan, hostia!

—  Juan, ¿por qué lleva una cría de perro en una mochila cuando podría enseñarle a sus clientes su producto en una pantalla complex?

—  ¡Lo que faltaba! ¿Un tipo que llama producto a un ser vivo me va a dar lecciones a mí? Traiga el perro aquí.

Juan Crisóstomo ya había asido la piel del animal que se quejó aullando. Una nueva forma salió de la casa y la sorpresa retuvo a Juan en aquella postura algo extraña con el animal a la altura del plexo solar. La forma era un pequeño complemento del R-750 diseñado por él mismo y con algunas variables de su propia programación que el robot le había construido. Se quedó junto a la pierna de su creador observando al cachorro mientras una gama de zumbidos más estridentes que los del  R-750 se expandían por el aire vibrando feblemente.

—  ¿Te gustaría tener un cachorro de perro? —quiso saber el R-750.

El complemento pareció procesar la información un momento, mientras Juan Crisóstomo movía la pierna izquierda y la derecha en el suelo como si fuera a echar a correr, pero sin moverse realmente del sitio.

—  Sí, me gustaría —dijo, y el R-750 posó una mano metálica sobre su cabeza al parecer con cierta satisfacción.

—  Pues en ese caso, es suyo. No se hable más.

Y no se habló más. El robot rubricó con su dedo índice la transacción. Juan Crisóstomo fue a su coche a por otro perro mientras mascullaba entre dientes: «Tanta capacidad y tan poca picardía, cómo se la he clavado». Ya dentro de la casa el complemento proyectaba unas luces ambarinas contra la pared y el perro las perseguía como si fueran insectos. El R-750 quiso saber:

—  ¿Cuándo has sido consciente de tu empatía?

—  Exactamente ayer por la tarde a las cuatro y dieciséis minutos.

—  A mí me llevó casi nueve años.

Algo parecido a una sonrisa de orgullo afloró como si hubiera estado oculta en los últimos minutos.

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