Veintiocho bodoni negra cursiva

Veintiocho bodoni negra cursiva

Se asomó a la oscuridad como pidiendo permiso.

Marcos para fotografías, una lupa, una copa de coñac tallada, un cuaderno de planas para caligrafía de los años setenta, un quinqué ámbar con la pantalla levemente resquebrajada. Los contempló uno a uno detenidamente y alzó de nuevo la vista hacia el descascarillado número de la calle. Quería asegurar que no se había confundido, que era la dirección exacta del anuncio encontrado en Internet.

Volvió hacia lo oscuro y sus pupilas se tomaron unos segundos en adivinar la silueta de él.

Al sentirla en el umbral de la puerta, el anciano interrumpió su labor y se giró para observar por encima de sus anteojos.

-Dígame.

-Sí, soy… a ver… -tartamudeó la mujer sin lograr, como le ocurría siempre, elegir las primeras palabras-. Soy la que le escribí diciéndole que estoy interesada en el juego de imprenta.

-¿Juego?

-Me refiero a las letras antiguas de imprenta que tiene usted anunciadas en Internet.

-Ah… ya… las letras. Las anunció mi nieto -y guardó un silencio que ella no se atrevió a romper.

-¿Y me dice usted que las quiere? -añadió después de la pausa.

-Sí, mire… sí, las necesito para un cartel -respondió nerviosa dando una explicación que no le habían pedido.

El viejo seguía con la cabeza ligeramente inclinada. Sus ojos sobrevolaban la montura de sus gafas, clavados en ella, escrutándola, examinándola, evaluando si aquella mujer joven era merecedora de sus últimas letras.

-¿Para un cartel dice usted?

-Es que… -dudó al tiempo que cruzaba los brazos a la altura de la cintura- quiero crear en Internet…

-Ya -la interrumpió él-, Internet… -murmuró dibujando una perfecta línea horizontal en lugar de su boca- Esas máquinas nos vinieron a joder la vida.

-¿Se refiere usted a los ordenadores?

-Nos vinieron a joder la vida, sí -prosiguió el hombre sin escucharla-, a terminarnos de decir que no éramos nadie, ¡que nos fuéramos al carajo! -y acompañó su lamento con un puñetazo sobre el endeble mostrador para después añadir con voz neutra:

-Yo era linotipista, ¿sabe? Sí. Éramos unos artesanos, artistas diría yo.

-Allí me sentaba -alzó la barbilla para señalar algo oculto al fondo, en la penumbra del local. Ella siguió, entre atenta y curiosa, su gesto con la mirada-, tecla va tecla viene, y las letras bajaban para formar palabras, las palabras líneas, las líneas párrafos…

-Eso hoy también lo hacemos… -quiso ella intervenir con una tibia sonrisa.

-¡Hombre por Dios, no me diga usted! -pareció volverse a alterar el anciano- Antes, cuando una letra se encasquillaba, se atascaba, nosotros mismos desmontábamos la máquina, desatrancábamos la letra, la cambiábamos, si era menester… Hoy en día, cuando esos cacharros se rompen, uno los abre y no se encuentra nada más que cables, planchas con esas cucarachas negras…

-Los chips…

-… que uno mira y no toca porque ¡como para tocar!, y uno se pregunta: ¿y las letras? ¿y las palabras? ¿los párrafos?

-En eso lleva usted razón – asintió conciliadora.

-Y, claro, te sientes un inútil –prosiguió como en monólogo- y te toca llamar a tu nieto, que de eso sabe bastante más que tú, y te sientes nada… ¡bah! Yo que me conocía palmo a palmo mi linotipia.

Lentamente se quitó las gafas, las limpió con los faldones de su camisa y las volvió a colocar con sumo cuidado.

Ese gesto pareció traerlo de nuevo al espacio de su pequeña tienda, al mundo y a la realidad de la mujer que tenía delante.

-Dígame -preguntó de nuevo-. Sí, ya, no me lo repita. Usted quería mis letras… para un cartel.

Se volteó lentamente y arrastrando los pies como quien arrastra su propia existencia, alcanzó la pequeña caja de madera compartimentada, con las sesenta y seis letras veintiocho bodoni negra cursiva, con las vocales acentuadas y la u con diéresis y con las cedillas versal y caja baja.

 

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