Pueden mis tripas dar fe de que no fue sino el hambre lo que me llevó a San Abundio, que dos días de ayuno cumplían las desgraciadas y por buscar alimento, no dudaron en empujarme a suplicar puchero en aquella parroquia.
La vuelta se dio el cura cuando escuchó ruido, que tropecé con los bancos de la derecha, y los de la izquierda,. Que sólido no cayó en mi panza pero la conformé muchas veces con el néctar de los dioses.
Amparo me dio el santo varón, y además de auxilio me ofreció empleo,
No dudé en aceptar el puesto y amanecido comenzaron mis responsabilidades para con la iglesia.
Me mandó el Malainas, que adecentara la capilla para la misa de doce y se marchó a atender los negocios de la tierra .
Aunque soy de natural asustado, me centré en la limpieza del altar, y escondiendo las barreduras estaba cuando las luces comenzaron a tartamudear. Imaginé que cosa de espíritus era aquello y busqué refugio bajo el ara de los sacrificios y acurrucado aguanté los dos minutos que duró lo paranormal.
Ganas me dieron de renunciar al oficio,pero pudieron más los recuerdos del hambre y aunque escamado, seguí en la faena colocando los velorios.
Y andaba dando lustre al santo patrono cuando vi que se abría la puerta del curato. Pensé que el cura había vuelto y me dirigí a la sacristía.Tres pasos me faltaban a la puerta y se cerró sola. Juran mis ojos que no vieron a nadie y fue tan grande mi susto, que hube de poner las manos en mi cabeza por sujetármelos, que tanto se abrieron, que me pareció tenerlos dos dedos por encima de las cejas.
Y se volvió a abrir la puerta de la vicaría.
Corrí desesperado buscando una salida y comenzaron las luces a hacer de las suyas, mientras la puerta maldita continuaba con su trajín. Apreté la carrera que me creía en las garras del mismísimo Belcebú. Llegué aterrado a la salida y luché con los cerrojos que sellaban los portones y pude comprobar, que no era humano lo que los mantenía en cerrado que tan brava fue mi lucha como inútil.Intenté en vano serenar mi ánimo y analicé las opciones de refugio que me ofrecía la iglesia y a la pequeña capilla que guardaba el sagrario dirigí mis pasos. Pasé junto a la pila bautismal y me pareció buena la idea de dar un sorbo, por ver si el trago deshacía los nudos de mi garganta. Me incliné para beber del agua bendita y de nuevo volvió el susto a mis internos, que en la pila hervía el agua igual que los cocidos en el fuego de mi madre. Sufrí de síncope y de cagalera, que pensaba yo que andaba Satanás enredando en el baptisterio. Corrí a la capilla y vi que los bancos se corrían y volvían a su sitio. Y se abrió solo el sagrario, y comenzaron las campanas un soniquete tan desafinado, que parecieran salir las notas del averno.
Salí volado de la capilla y me metí en la sacristía por si encontrara en ella gatera que fuera mi salvación. Y no hallé escape.
Comencé a rezar lo de las cuatro esquinitas, por ser la única oración que me sabía completa y pronto cesé en el rezo, que sobre la mesa en el centro del curato vi un teléfono móvil y un ordenador, en cuya pantalla distinguí un mensaje: “para cualquier problema 902999999”. El cielo vi abierto, que pensé que aquel era el número personal del Altísimo . Marqué deprisa y cesaron los sucesos que pensaba yo del otro mundo. Sorprendido comprobé el origen sudamericano de la secretaria de Dios “En estos momentos todos nuestros operadores se encuentran ocupados, en breve será atendida su llamada, manténgase a la espera”. Y comenzó a sonar el Gangnam Style. Me mantuve a la escucha durante un rato, que me pareció agradable la musiquilla, pero después de un cuarto de hora puse fin a la llamada, porque ganas me daban de finiquitar a otro.
No sabía ya donde acudir y volví a mis plegarias “……..cuatro angelitos que me las guardan…..”, y a escena entró el Malainas, que había dado fin a sus negocios mundanos. Las lágrimas vinieron a mis ojos cuando vi a aquel hombre, que lo supe mi salvador y me abracé a él con tanta fuerza que creo que oí que le crujían las costillas.
Relaté entre sollozos mis peripecias y no tuve consuelo del sacerdote, quien en lugar de compadecerme estalló en carcajadas. No veía yo la gracia de mis tribulaciones y con gesto ofendido le pedí al cura explicaciones sobre su comportamiento.
Y me explicó el Malainas que, de mucho tiempo, venían las gentes criticando el inmovilismo de la Iglesia y hartos estaban los curas de escuchar que anclado se habían en los tiempos de la Edad Media, y por demostrar lo moderno de la institución, había decidido el obispado dotar a las parroquias de lo último en tecnología, y había elegido San Abundio para ser domotizada. Con un teléfono móvil conectado sin cables a un ordenador podía el cura, correr y descorrer cerrojos para abrir y cerrar puertas y ventanas. Encender y apagar luces. Correr los bancos, que se apoyaban en raíles. Abrir el Sagrario, y repicar las campanas. Y hasta la temperatura del agua de bautizar podía controlar el cura con un botón, que dos resistencias se habían metido en el baptisterio para que los infantes no sufrieran la impresión del agua fría. Y andaba el cura haciendo pruebas, que ayer le entregaron la obra. Y no funcionaba bien que, según el sacerdote, se quedaban las órdenes enquistadas en el Software del sistema. Y me habló el cura de bytes y de mega-bytes, de interfaces y de bases de datos, de administradores de recursos y de archivos, de controladores de dispositivos y de programas utilitarios. Y habló de Hardwares y de Rams y de CPUS y de Discos Duros.
Y asentí yo con la cabeza, demostrando así al cura que había entendido las explicaciones. Aunque en mi sesera quedó fija una idea desde el principio: Tan poderosas eran hoy las nuevas tecnologías, que con un sólo ordenador podía controlarse una casa, un barrio, una ciudad, un país e incluso el mundo. Pero si era un móvil el encargado de controlar la casa del Altísimo; como a todos los mortales:
A DIOS TAMBIÉN LE VA A FALLAR LA COBERTURA.
Raúl Ballesteros López.
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