Las olas medían más de 12 metros de altura y se erguían cual gigantes amenazantes sobre su cabeza. La balsa de salvamento se deslizaba por una de ellas mientras era zarandeada por el insistente viento y la inconmensurable fuerza del Atlántico. Casi era de noche. El cielo estaba oscurecido, nublado. Cargado de nubarrones compactos deseosos de descargar con rabia toda el agua que contenían sobre aquel mar embravecido. Sobre aquella balsa solitaria que albergaba la vida de un novato navegante que había sido sorprendido por aquella tempestad y embestido por un carguero bajo bandera Panameña pilotado en ese momento por un ordenador. Su barco yacía ahora a más de 600 metros bajo sus pies. No mandó por radio señal de socorro alguna, no la llevaba. Ni GPS, ni PC con conexión a internet…

Moisés, se agarraba fuertemente con ambas manos a las cuerdas de seguridad que recorrían el interior de la borda de la balsa de salvamento. Temblando de frío y miedo mientras era elevado para después descender y volver a elevarse en un baile que nunca hubiera elegido bailar con semejante pareja.

-¿Dios, dónde me he metido?. Debí de hacer caso de aquel marinero, ahora no estaría en ésta situación.-

¡Es una locura!, no estas preparado para emprender algo así. Como para aventurarte a cruzar el charco tu solo.¡Estas loco!- Había dicho aquel Patrón de pesca que Moisés conoció en el puerto de Tavir Hasta aquella situación que lo tenía amedrentado como un niñoa, en Portugal. Dos semanas antes de zarpar con el Alcaudón, un velero de 8 metros que había adquirido en Isla Cristina. En él gastó todo lo que había conseguido ahorrar trabajando como jefe de mantenimiento en hoteles portugueses durante doce largos años. 

Lo reparó. Lo pintó y preparó para la aventura que lo había llevado hasta allí. Hasta aquella situación extrema que lo tenía amedrentado como un niño. Agarrado con todas sus fuerzas a los cabos de seguridad de su balsa.

-Nunca debí intentar algo así- pensaba, mientras era elevado por otra enorme ola y volvía a descender por su cara contraria, girando y votando sobre la espuma blanca que se rizaba sobre ella debido al azote de aquel impetuoso viento capaz de intimidar al más experimentado de los marinos.

-Intentar cruzar el charco como los antiguos marinos, los de antes. Sin ningún instrumento tecnológico .. como pude pensar…-

Moisés había zarpado desde la Isla de Tavira hacia las Canarias y desde allí puso rumbo al Oeste. Destino Venezuela. Todo ello sin la inestimable ayuda que le hubiesen proporcionado las nuevas tecnologías puestas al servicio de la navegación moderna. Aparatos que no quiso llevarse consigo en aquella aventura. Sin sonda de profundidad para ver los fondos marinos, los bancos de peces, algún galeón hundido en las entrañas del océano. Sin radar que le indicara la presencia de un mercante que navegara ciego en medio de aquella oscuridad. Con el piloto automático. Y con el consiguiente riesgo de abordar y hundir, sin ni siquiera percatarse en el puente de mando de aquel coloso de hierro y acero que acababan de colisionar con un velero en mitad del Atlántico.Si, un mercante de más de 170 metros había embestido al pequeño velero de Moisés. Abriéndole una enorme brecha en la amura de estribor por la que literalmente se coló el Atlántico para arrastrar a aquel barco hasta su oscuro vientre salino. junto a mudos testigos de otros naufragios.

Y allí estaba Moisés. Dispuesto a pelear con todas sus fuerzas para que la aventura que había decidido emprender no fuera la última.Una vida sin tanta influencia del «Dios tecnología» allanándole el camino a cada paso, a su servicio diaria y efectivamente.

A pesar del miedo y sin saber como y cuando acabaría aquella pesadilla, moisés sintió una sensación de satisfacción. Satisfacción de saber que si todo acababa allí, en ese momento, habría merecido la pena intentarlo. En un velero de 8 metros, sin compañía y sin tecnología puesta al servicio de los marinos que navegan amparados por ella. Lo había hecho en un pequeño barco sin radar que lo orientase, lo hacía por las estrellas. Sin sonda para medir profundidad, lo hacía con una cuerda llena de marcas y un contrapeso amarrado a uno de sus extremos. Lo hacía sin Internet, sin testigos que contemplaran su hazaña. Sin ninguna compañía, ni virtual,que pudiera interferir entre él y su soledad. Y casi lo consigue, casi lo logra. Tal vez incluso lo haga. Su balsa de rescate ahí sigue, peleando con el Atlántico.

Al terminar aquella noche sin fin, la tempestad casi había amainado. Un helicóptero de salvamento apareció de repente sobrevolando su cabeza. Por fin. En algunos momentos pensó que no lo conseguiría. Todo había acabado gracias a no sabía quién. El mar después de castigar su osadía acabó premiando su valentía. Cualquier marino sabe que si el mar quiere, gana siempre.

Moisés había arriesgado su vida cruzando el Atlántico sin ayuda de ningún instrumento que lo guiara y orientara. Que lo ayudara. Solo el compás que le había permitido orientarse cuando las nubes cubrían su mapa estelar.

Sin embargo gracias a esa tecnología que él había evitado utilizar en alta mar, aquel helicóptero estaba allí, sobre su balsa, sobre su cabeza. Para llevarlo a tierra firme y poner fin a su odisea.

El segundo de a bordo del «Sea black», que era el mercante que lo había embestido a 200 millas náuticas de la costa de Venezuela, estaba en el momento de la colisión fumando un cigarrillo en el pasillo exterior de puente de mando, cuando vio como el cielo se iluminaba de rojo por la bengala que Moisés pudo lanzar antes de que el Alcaudón acabara dónde lo había hecho. En las profundidades marinas del todo poderoso océano Atlántico.

Por radio dieron la señal de auxilio. Con el GPS marcaron la posición donde había sido lanzada la bengala y con GPS lo había podido localizar aquel helicóptero de salvamento marino.

La tecnología había terminado ayudando a salvar su vida. eso pensaba mientras volaba hacia Venezuela.

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