Hoy en el metro me volví loca.

Necesitaba un bolígrafo, y ninguno de ellos quiso dármelo.

Putos sectarios. Me miraron como si estuviera loca. «Está loca», decían sus caras largas.

Mis manos frenéticas buscaron algo con lo que condicionar un papel a sus sucias estirpes, al asco brutal con que los fantasmas que habitan bajo el hormigón de las calles se apoderan de sus almas inmunes al deseo y al amor,

y los dirigen,

y los guían por esos pasadizos como a mansos borregos capados.

Ahí abajo todo es más gris que el cielo de mi pequeña ciudad. Y será que los muy mediocres provincianos no entendemos del todo el proceso centralista disfrazado de «progreso», que avanza a trompicones en forma de idea absurda, tal y como una vulgar máquina de lata midiendo fuerzas contra mil macizos rocosos.

Aquí, en Capital Cualquiera, Todo Por La Pasta. Un Ignorante Apolillado salvaje apareció, lleva traje y usa twitter, su ataque es ridículo pero letal.

Cloroformo, por favor;

los ceros y los unos han ido imponiendo paulatinamente su solitario modo de vida hasta hacerse con el control. Estos hombres y mujeres grises viven para nada, envueltos en capas de artificialidad, sin más historia que el IVA que han pagado por sus todo de última generación. Última lobotomización.

Se miran indecisos, por si alguien los observa lo suficiente como para incomodarse con razón, hacen como que estudian francés, se rechupetean las caras a veinte centímetros de la mía, y son más grises que el humo de las fábricas de mis montes.

De pie, tiemblo del no-frío, de la violencia del aparato sobre el rail, de las hostias que me da en la córnea la luz,

que no es luz, es sequía, y de blanca y sucia que es, es gris.

-¡No me interesáis! ¡No me interesa compartir oxígeno con vosotros! -me apetece gritar, pero no debo. Me hastío.

Ahí abajo, en el submundo, el monopolio del color está vendido: le pertenece a una tal empresa de «publicidad inteligente».

Algunos pocos, pobres, aún conservan su matiz, pequeños pigmentos puros de realidad machacada y fea. La rubia escuálida que me dedica una nana azul al pasar; yo la miro como a medias, me da vergüenza llevarme todo lo suyo y no tener nada que dejarle a cambio en el bombín raído. El hombre que ha venido desde el otro lado del mundo sólo para sentarse a mi lado, y enseñarme sus manos rotas y sus botas sucias de trabajar; sin mucha floritura me cuenta, sin hablar, que ha estado bebiendo vino para calmar la sed que los océanos le han dejado en la boca. La anciana de ojos tristes que con dedos quebrados se aferra a esa joven subnormal; su hija, su nieta… quién sabe. Los subnormales son ellos, los grises, que viven en el subsuelo de la vida real.

Un nivel por debajo de lo importante. 

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