Aquella tarde, miré por la ventana del hotel y ví como el cielo se cubría de nubarrones; pero eso no me detendría, tenía un caso muy importante. El verano estaba resultando muy caluroso. La terraza del Hotel Luminus se había convertido en el sitio de moda. Un lugar magnífico, en el epicentro de la ciudad, que reunía a turistas, curiosos, y a los amantes del cóctel. Sin embargo, era un buen sitio para pasar inadvertido y reunirme con mi confidente.

—Supongo que no lloverá esta tarde —le espeté a un camarero.

—Pchss!.. —fue su respuesta.

—¿Qué clase de respuesta es esa? —le reproché, algo contrariado. Él continuó, como si nada, sirviendo.

Mientras tanto, la clientela se divertía: ejecutivos con gafas de sol, que se codeaban con chicas que estaban ociosas y se mostraban con sus mejores vestidos.

Los camareros no quitaban ojo del cielo y observaban, con discreción, cómo se aproximaban las nubes, amenazantes, que el viento traía del noroeste. De repente, el cielo se oscureció y se levantaron fuertes rachas de viento. Sin que pudieran reaccionar a tiempo, los clientes que seguían ausentes de lo que estaba sucediendo, vieron como un ventarrón arrancaba de cuajo varias sombrillas de la terraza. Los parasoles volaron impulsados por el aire, mientras los camareros echaban a correr detrás de ellos, horrorizados, con la esperanza de recuperarlos.
Una de las lonas, que se había desprendido, acabó en el parabrisas de un coche que intentaba alcanzar el parking del hotel. El conductor, se bajó de inmediato, para retirar la lona que se había enredado con el limpiaparabrisas. La tormenta, comenzó a arreciar y descargar sobre él una lluvia ingente y copiosa. Caía agua, de tal manera, que le impedía ver y, mucho menos, conseguir desenganchar la maldita lona.

— ¡Menudo susto! —le dije.

—No ha pasado a mayores —contestó el conductor, que llevaba un traje de verano blanco.

Le cogí del brazo y me lo llevé hasta la entrada del hotel.

—Es mejor que nos refugiemos en el hall, hasta que pare la lluvia —le comenté.

—Este sitio está muy concurrido —me dijo incómodo.

—Es mejor así, se lo aseguro.

Llovía con tanta fuerza, que la gente corría despavorida, a refugiarse en el primer sitio que encontraba. La confusión sirvió para sacar, a mi confidente, la información que necesitaba. Después me puse en marcha.

Se trataba de seguir a un coche, con matrícula de Ginebra, que se dirigiría a la autopista del norte, justo el epicentro de la borrasca. Cuando lo localicé, en el parking, le seguí entre la bruma; aunque dejé una distancia prudente, no quería que me descubrieran.

No habían pasado veinte minutos, cuando observé que se había producido un accidente en la autopista. Al parecer, era un choque múltiple. Me salí de la calzada, por el arcén, recorrí varios kilómetros y me topé de lleno con el sinestro. Al mismo tiempo, llegaba un coche de bomberos, con su ruido de sirena característico, que trataba de acceder, también, a los autos siniestrados. Una columna de humo, hacía presagiar lo peor.

—¡Mirad, hay varios coches volcados! ¡Y parece que hay heridos! —gritó alguien en mitad de la autopista.

Cuando los bomberos consiguieron llegar a hasta los coches, hicieron una primera valoración de daños. Acto seguido, se dirigieron hasta el vehículo que estaba en peor estado; tenia matricula de Ginebra y estaba rodeado de curiosos. Sus ocupantes eran dos jóvenes, vestidos con ropa deportiva, y estaban atrapados entre el amasijo de hierros. Sin embargo, el reproductor de música seguía funcionando, perfectamente, en medio del caos y se podía escuchar a James Douglas «Jim» Morrison cantando:

“Jinetes en la tormenta. En esta casa nacimos. A este mundo fuimos arrojados como un perro…”

Los bomberos estudiaban la posibilidad de voltear el vehículo, por medio de un cabestrante para liberarlos; aunque, finalmente, decidieron acometer con una cizalla de grandes dimensiones contra la carrocería del coche.
Un bombero comenzó a trabajar en el lateral, del lado del conductor, mientras recibía órdenes de su jefe. El auto comenzó a abrirse, lentamente, como una lata de sardinas. A los pocos minutos, ya podía verse la tapicería del asiento con manchas de sangre y a sus ocupantes, que parecían inconscientes.

“Ella vive en la calle de amor…” Seguía “Jim” Morrison cantando, como si nada hubiera pasado.

—¡Hay que tomar precauciones para no agravar las heridas! —explicó el jefe de bomberos al resto del equipo.

”Monta en la serpiente y dirígete al lago. La serpiente es largaaaaaaa…”, aullaba el cantante de los Doors dentro del auto.

Me acerqué, lentamente, hasta lo que quedaba del coche. De dos patadas rompí la luna trasera. Con dificultad extraje una bolsa de deportes que había en el asiento. Todos se quedaron mirándome, sorprendidos, como si me hubiera vuelto loco de repente.

—¡No se acerquen, tengo que inspeccionar lo que hay dentro de esta bolsa! —les dije muy serio.

Uno de los bomberos, se acercó demasiado; no me quedo otro remedio que sacarle la pistola. El bombero se paró en seco.

—¡Se ha vuelto usted loco! —gritó el jefe de bomberos.

— ¡Aléjense, por favor! —les dije— No puedo dar más explicaciones. Ustedes han hecho su trabajo, dejen que ahora haga yo el mío.

Me fui hasta un rellano que había al lado de la carretera. Y esperé a que todos se calmaran.

Cuando parecía que todo el mundo había entendido la situación, me agaché con la bolsa, depositándola en el suelo. Corrí un poco la cremallera y apareció aquel artilugio infernal. Un dispositivo convencional y rudimentario, que pretendía que todos volaramos por los aires. Solo podía hacer una cosa: llamar a los chicos de explosivos y esperar. Pero, de repente, una luz roja comenzó a parpadear dentro de la maldita bolsa. Comprendí que el destino me guardaba aún alguna sorpresa. Como en una recreación caprichosa, al girarme, comprobé las caras consternadas de quien espera una respuesta, y me sentí envuelto en una luz detenida.
Mientras decidía el cable que iba a cortar, rojo o azul, pensé: «Nada sale según lo planeado.»

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS