La vecina de la puerta 10

La vecina de la puerta 10

Puedo verla cada día por mi calle, con su andar cansino, llevando a cuestas las bolsas de la compra, dejando a su paso una estela de colonia, un olor a flores y a resignación que queda suspendido en el aire que compartimos.

Lleva cada vez un vestido diferente, todos con los cuellos con puntillas y dos bolsillos, de los que saca alternadamente un pañuelo para secarse el sudor de la frente y un reloj en el que mira la hora. A veces pienso que el tiempo se le escurre como un pez gelatinoso y otras, que llega tarde aunque vaya a tiempo.

Siempre tengo el impulso de acercarme y cogerle las bolsas, de acompañarla hasta su portal, en el que limpio tres veces a la semana y subir las escaleras detrás suyo, al ritmo de la pesadez de sus piernas, siguiendo paso a paso su cansancio. Pero no atino. Creo que la ofendería.

Mientras cae el agua en el cubo, bajo el grifo que está en el entresuelo del patio, puedo escuchar la puerta 10 abrirse, su voz dando consuelo al perro que se queda en casa, el ruido de las llaves girando en la puerta, el golpe de la ventana del rellano, que cierra al salir y abre al regresar. Luego,se escuchan sus pasos por la escalera. Se detienen en el cuarto, donde también cierra la ventana. En el tercero, luego de cerrarla, toca en la puerta 6 y pregunta «¿Hoy quieres pan?». En el segundo pasa de largo porque total la ventana está oxidada y no se abre ni se cierra. En el primero se queda detenida un momento, imagino que cansada, para retomar su descenso unos minutos después. Llega al entresuelo, se cruza conmigo y me saluda con su voz agitada, me desea buen día y me pregunta por “los míos”.

El cubo ya se ha llenado y bajo tras ella, es el tercero de la mañana. Mientras ella se arreglaba para salir, yo ya había hecho todos los peldaños y los descansos y repasado el pasamanos de madera.Al pasar por su puerta, pude escucharla hablando con el perro, canturreando en la galería y aún desde la ventana la vi tendiendo la toalla blanca con la que – seguramente – se habría secado tras la ducha. Y yo friega que te friega.

Ella sale de la finca, yo me quedo terminando mi faena. Cuando regrese ya no estaré allí, pero desde mi casa la veré regresar del mercado o del super. Y volveré a admirar su paciencia y su silencio, a no entender por qué acepta tantas responsabilidades. Quizás me pregunte (de nuevo) qué haría yo en su lugar, tras haber quedado viuda tan joven con tres niños que ahora son hombres y le dejan cuatro nietos a su cuidado. Pensaré cómo se apaña para empujar el carrito que, cada lunes, miércoles y viernes, muevo de lugar para poder limpiar debajo de la escalera de planta baja. Tampoco cómo aguanta que su nieto de seis años la patee si no le compra cromos. O con qué voz les hablará a ellos, porque yo nunca la escucho cuando la veo con los cuatro en fila india venir del colegio, mirando delante de sí un punto perdido con una mueca vacía.

Hay vecinas que murmuran que está muy sola y está cansada, que los fines de semana no sale de su casa, que anda por ahí en bata, regando las plantas del rellano y del balconcito. Que nadie la visita. Que apenas come y que mira películas viejas o escucha jotas y sevillanas. Dicen que es de Cuenca y que cuando conoció a su marido era una mujer de posibles, que su familia tenía campos y ganado y que él se lo fue gastando todo, hasta quedarles solo ese piso en el que ahora vive sola.

Dice la gente. Y yo me pregunto qué sabe la gente. Yo la escucho hablar con el perro o canturrear, e intuyo su rutina mientras escurro la fregona una y otra vez para pasarla en zigzag por todo el rellano, poniendo especial esmero en los rincones o tratando de quitar – especialmente en el 5º – las pisadas que los niños dejan en la pared.

Claro. Yo solo limpio las escaleras, los descanso, los pasamanos, los rodapies y las ventanas pequeñas de cada rellano tres veces por semana. Nada sé de la vida de la gente que vive puertas adentro, en las fincas en las que trabajo. Que son quince y me distribuyo de lunes a viernes. En cada una hay tantas mujeres como ella, con sus vidas, sus silencios y sus hartazgos. Seguramente con alguna alegría también.

Las suelo ver por la calle llevando la compra y juego a adivinar por el contenido de sus bolsas el menú que han de preparar para sus maridos, sus hijos y sus nietos. Algunas con vestidos sencillos, otras más arregladas y peinadas, no falta tampoco la que lleva las uñas pintadas y el pelo tintado.

En cada uno de esos pasos se va un poco de mí, en los andares de esas mujeres que se hicieron mayores cuidando la casa, pintando cada verano la galería y repasando las juntas de los azulejos con prolijidad y paciencia, aguantando en silencio o callando por elección.

Ya terminé. Guardo el cubo, los paños y las escobas bajo la escalera, en la pequeña puerta que está junto al carro de llevar y traer niños. Ya me voy para casa. Por el camino compraré fruta y verdura. Creo que no queda agua así que una garrafa aún podré cargar. Me duelen los brazos y me los masajeo diciéndome que ya descansaré, dándome consuelo. Como la vecina de la puerta 10 cuando habla con el perro. Me recuerda a mí misma. A mi propio cansancio. E imagino mis pasos cansinos dentro de unos años. Cuando vengan los nietos, cuando me toque a mí llevar el carro hasta el colegio. Y ya no pueda más.

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