Peones de la muerte

Peones de la muerte

Gloria Gloria

11/06/2017

Ha dado un respingo sobre el sillón. El sonido del mensaje la ha asustado. Estaba a punto de hacer el próximo movimiento en una partida de ajedrez virtual: un contrincante duro que tiene a la dama en jaque. Coge el teléfono que está sobre la mesa y teclea en el ordenador el nombre de la paciente. Una señora muy mayor y muy enferma que vive en la residencia de ancianos. La residencia está justo al lado del centro, llegarán en menos de un minuto. Según las palabras del coordinador telefónico se trata, casi seguro, de una agonía premorten. Imprime el aviso. Se carga a la espalda la pesada mochila de enfermera que lleva para estos casos. El médico ya está preparado en la salita del café y la médico residente se pone un chaleco de colores reflectantes. La enfermera nunca lo ha usado: pica, le está muy grande y le molesta mucho.

Cielo plomizo, huele a ozono, un viento frío golpea en la garganta. Ha salido un poco más tarde, se le había olvidado coger las llaves. El médico nunca lo hace. Cree que es cosa de la enfermera. No sería la primera vez que se quedan fuera. La residente, su chaleco, el médico, el maletín negro caminan por delante. Parecen tranquilos. Los mira desde atrás. Piensa que no es un buen día para ver morir a nadie. Hoy no, no tiene fuerzas. Se reúnen delante de la verja y esta se abre despacio con un chirrido ronco. Un pequeño jardín les recibe. Se dirigen sobre el camino empedrado hasta la puerta de atrás de la residencia. No hablan. Cuando una monja con hábito blanco y rasgos indios sale a recibirlos, la enfermera no puede evitar un suspiro. El médico la mira con reprobación. El pasillo es amplío, entra una luz mortecina por el lucernario y el suelo de cerámica brilla bajo sus pies. Huele a comida y a viejo. El hábito blanco se desliza por el corredor en silencio, como si no hubiera una persona dentro, con ligereza y humildad; como lo haría un alfil por el tablero. La enfermera piensa en el ajedrez, quizás la torre sea la próxima pieza a sacrificar; la residente se rasca incómoda el cuello y el médico saca del maletín todo el papeleo que tendrá que hacer después. En el umbral de la habitación, el hábito blanco y la cara morena invitan a entrar a los tres extraños. Algunas miradas asomadas a las puertas les han seguido en el recorrido. Los tres desparecen de la vista de los curiosos tras el marco de la puerta señalada.

La habitación es amplia. Ambas camas tienen puestas las barandillas de seguridad, a modo de cuna, a modo de demencia y desastres nocturnos. En la cama más próxima a la ventana Inés se incorpora con la vivacidad de un caballo en un quiebro inesperado: los ojos llenos de vida y locura. Qué colores tan bonitos, dice cuando ve entrar a la residente con su flamante chaleco. Colores extraños y brillantes. Parece un arcoíris. En la otra cama está Isabel, la dama moribunda, tiene los ojos muy abiertos, la boca apretada, respira con mucha dificultad. Emite el mismo sonido que un soplo de aire colándose por las grietas de una roca al lado del mar. Los tres extraños, en movimientos cortos y sencillos, rodean la cama. El médico y la residente le dan la espalda a Inés, la enfermera al otro lado, en frente de ellos, el hábito blanco se ha quedado a los pies. Un cruce de miradas significativas hace que la enfermera busque en su mochila eso que aliviará la respiración fatigosa. Inés dice que son todos muy guapos y que quiere unas gafas como las de la señorita. Isabel abre más los ojos, los clava en el techo, en ningún sitio en concreto, hacia arriba en un disparo veloz y violento. Solo se la oye respirar. Inés se ha quedado callada. La boca se abre despacio, en una mueca lenta: un grito en silencio. El viento, la roca, el mar en una batalla perdida. La enfermera se hunde en los ojos de Isabel, la atrapan, busca su mano entre ese amasijo de sábanas húmedas y pegajosas. Quiere decirle algo, que no tenga miedo, que se marche tranquila, que ella se queda a su lado. Pero no puede, no sabe. Algo más fuerte que ella la sujeta, la mantiene sólida y callada asomada a la almena de una gran torre. Las dos están inmóviles. Es un momento eterno antes de que Isabel incline suavemente la cabeza sobre la almohada. Un gesto sencillo y definitivo. La enfermera siente quedarse sola, flotando de una mano inerte, mirando unos ojos que ya no miran pero miraron. El hábito blanco dice que tendrá que avisar a la hija. Inés dice que se ha parado el ruido. El médico dice que Isabel ha fallecido hoy a las 17:48. La residente dice que le pica el chaleco. Entonces la mano se deshace de la mano, los ojos emergen de los ojos, la mano cae sobre los párpados tibios y dos dedos, el pulgar y el corazón los cierran. Tápela bien, que hace frío, dice Inés. La enfermera cubre con la sábana el rostro de Isabel. Silencio. Adiós Inés, tiene usted que comprarse unas gafas, seguro que le quedan bien, le dice.

Una vez en el centro, todo en orden de nuevo, la enfermera retoma su partida de ajedrez. En su ausencia el contrincante ha olvidado a la dama. En un movimiento inesperado el caballo está atacando a un rey cercado ya por un alfil silencioso y escudriñador. Tres peones inútiles protegiendo a la reina. Jaque mate. A lo lejos se oye el chirrido de una verja mientras unas gotas gruesas caen pesadas sobre un jardín.

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