La ciudad de la esperanza

La ciudad de la esperanza

– ¡La hora del cigarrito chavales! ¡Parad ya y a fumar, venga! ¡Eh tú! ¿Me has oído? Deja esa caja ahí ¿No fumas o qué? – gritó Alberto con un malboro en la mano mientras se acercaba hasta mi con sus andares patizambos.

– No. No fumo. Ya paro – respondí mirándole directamente a los ojos.

– Pues deja esa caja ya. No quieras ser más que los demás.

Y con esta última frase que ni quise molestarme en replicar, se dio la vuelta y salió atravesando la gran puerta de la fábrica. Apoyé mis brazos sobre la kilométrica mesa unos segundos. Habiendo apenas posado mi trasero sobre la mesa, Abundio y Xorxe ya estaban delante de mi con sus fruslerías.

– Los nazis, esos tendrían que volver aquí. Hitler los pondría finos a todos vamos. – Dijo Abundio mientras mostraba orgulloso su crucifijo de plata con una esvástica grabada en el reverso.

– Estás loco hermano. ¿Y qué hay de todas las atrocidades que cometieron con los judíos, los pobres? ¿eh? ¡Incluso a los guajes se cargaban los malnacidos! – Respondió Xorxe, el más alto de los dos.

Nunca supe si su nombre se escribía realmente así. Él me lo mostró, empeñándose que en Asturias se hablaba y se escribía así. Desde luego, eran una pareja esperpéntica y dantesca. Sin embargo, se hacían una compañía más que llevadera en nuestro puesto de trabajo. Teníamos que embalar cajas y ponerlas en palés durante 10 horas al día, tarea por la que cobrábamos unos 10€ a la semana. Una serie de catastróficas desventuras me habían llevado hasta aquel lugar, en el que nos veíamos obligados a trabajar en condiciones propias de la esclavitud para que nos dieran de comer, un techo y algo de dinero.

– ¡Dígotelo yo! En el fondo si no le mato es porque es mi hermano. ¡Si la cruz te la regalé yo! ¡Te la regaló un rojo! ¡Jódete! – Dijo Xorxe con claras intenciones de hacer cabrear a su hermano mayor.

Mientras continuaban con su conversación de besugos, Antón y Sasha – los únicos a los que verdaderamente podía considerar amigos – vinieron a buscarme. Sabían que tenía unos minutos libres, así que me llamaron a fuera.

Sasha era el encargado de la lavandería de aquel lugar, un ex soldado ucraniano que exhibía orgulloso las medallas soviéticas de su abuelo cada noche en la que nos juntábamos a beber cerveza y comer patatas. Antón era un militar ruso, trabajaba en el servicio de inteligencia, pero tuvo que abandonar su país por motivos familiares, o eso decía. No sé qué pudo haber provocado que dos soldados acabaran viviendo en España en un centro de trabajo. Tampoco quise indagar demasiado en la vida de un desertor y de un hombre con dos hijos y una orden de alejamiento.

– ¡Dovre utra! – Me crucé con Oleg en la puerta. Venía con su carretilla elevadora.

– ¡Dovre utra tobarish! – Le respondí. Fuera la hora que fuera, ese mamotreto de 2 metros, calvo y con cargos por robos con violencia, siempre decía «buenos días» en ruso.

Privet amigo. ¿Cómo estás? – Preguntó Sasha.

– Bien, como siempre. Una mañana larga. ¿Qué pasa, qué hacéis aquí?

– Ven un momento. Quiero hablar en privado – Respondió Sasha con su marcado acento.

Nos pusimos en una pequeña arboleda, sentados en una mesa de piedra. Antón tomó la palabra esta vez.

– No puedo más. Orden de alejamiento no me deja ver mis hijos. Esta noche, cuando acabo de trabajar en fábrica me voy a mi casa. Necesito verlos.

Jamás podré asegurar si Antón era o no un maltratador. Cada uno tenemos una visión de los hechos, y generalmente esta nos favorece, y mi querido amigo no era muy bueno siendo objetivo.

El ex soldado lo tenía claro, esa noche iba a salir a ver a sus hijos y nadie se lo impediría, salvo que Bianka llamara a la policía claro. Pero su relación era extraña, así que el desenlace final era totalmente inesperado.

– Pero hay más. Eres buen trabajador, en antigua Rusia serías bueno, pero gente en tu fábrica no les gustas. Trabajas mejor que todos tus compañeros y quejan a Alberto. – Me contó Sasha.

– ¡Quizá te dan ascenso! – dijo Antón con sarcasmo

– Quizá dan patada afuera. Esos raritos, hermanos, han contado cosas malas de ti. No te fíes. No son amigos. María dijo que tu mañana fuera.

Me quedé en blanco por un momento. En cuestión de 10 minutos mi mañana se había zambullido de lleno en un pozo de incertidumbre.

– El tiempo del «cigarrito» habrá terminado ya. Tengo que volver. Paká.

Paká – Respondieron

Mientras volvía presuroso a mi puesto de trabajo no podía dejar de dar vueltas en la cabeza a lo que acababa de pasar. Mi amigo estaba a punto de cometer una imprudencia que podría llevarlo a la cárcel; y yo por mi parte tenía a una gigantesca espada de Damocles sobre mí sin ni tan siquiera percatarme de ello. De todos modos no perdí la calma. No son los eventos en sí, sino el rol que jugamos en ellos lo que determina la naturaleza con la que los percibimos. Y un amigo lo será siempre que su amistad la encontremos, del modo que sea, buena o necesaria. Y estos dos hermanos habían decidido que yo ya no les resultaba ni bueno ni necesario.

Nunca entenderé por qué somos el propio pueblo quienes nos ponemos obstáculos a nosotros mismos para agradar a nuestros amos – los que tienen el dinero – con la funesta esperanza de que nos recompensen y nos tengan en buena estima. El mundo real, injusto y egoísta me había vuelto a apuñalar y de mí dependían las siguientes palabras que profesaran mis labios:

– ¡Hola Lucio! ¡Vamos a darle! – Dijo con pachorra Xorxe.

– ¡Claro! Vamos allá – Respondí con una sonrisa.

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