—Mueve las piernas, mueve las piernas,… dale duro al balón, llévalo hasta la portería, … ¡Chuta! … «Así gritaba Efraín cuando yo tenía la pelota. Él siempre me cuidaba las espaldas o abría el campo para que avanzara hasta la portería contraria. En una combinación que me hizo, me acompañó protegiéndome hasta que escuchamos «Goooool, goooool, goooool, goooool». El narrador gritaba por el parlante… «goooool de Maanuuueel». La gritería en la grada acompañaba la voz y fue el gooooool de nuestra alegría que comenzaba a marcar los juegos inter-liceístas. Las gradas se alborotaron y mi nombre se escuchó como un eco durante toda la temporada».
El bar Los Chanquetes es el lugar de preferencia para el descanso de los trabajadores de reparto a domicilio en Madrid, casi una sucursal de Deliveroo. Las historias son escuchadas por Miguel, un hombre maduro proveniente de Málaga, mientras sirve las bebidas.
—Erais entonces un buen equipo, tío. —alimenta la conversación el malagueño.
—Esa tarde nos fuimos al vestuario cargados de gloria. Por la situación del país sabíamos que teníamos que estar en la parte baja del barrio antes del anochecer, si llegábamos más tarde el peligro se pintaba de amigo. Esa vez, las duchas solo soltaban un hilo de agua para refrescar nuestros cuerpos y se alargó la salida; la oscuridad nos atrapó en la huida desde el liceo. Los vagos, por la casa, a esas horas tenían la cabeza embutida con las drogas y cuando se tiene la cabeza así, nadie reconoce ni a su padre. Nosotros vivíamos en la misma vereda. En la parada del autobús Efraín recibió la llamada de su madre. Después de chequear cuánto dinero teníamos en los bolsillos, el consejo fue que buscáramos una habitación en la casa grande que se convirtió en posada al pie del cerro. Yo la conocía porque en otro momento tuve que dormir allí con mi papá. Nosotros llegamos, pedimos comida y mi viejo al día siguiente cuando regresó del trabajo, pagó la cuenta.
—¿Pero, lograsteis terminar los partidos entre los liceos? —pregunta Miguel mientras lava las copas con la atención puesta en la historia de Manuel.
—Sí, se logró culminar el torneo que duró un mes. El partido para ganar la temporada lo hicimos en otro liceo, esa tarde nos apuramos para llegar al barrio en pleno sol. Cuando estábamos en la parada de autobús pasó una manifestación y detrás de ellos, un piquete de la guardia nacional disparando y lanzando bombas lacrimógenas. Quisimos correr, pero Efraín me gritó que nos quedáramos quietos, que era peligroso correr, que nos tapáramos la cara con la toalla para protegernos de los gases. Cuando comenzamos a abrir las mochilas, un grupo de soldados se nos colocó al frente. Tiré a un lado la bolsa y él logró sacar la toalla, pero cayó acribillado. Otro militar se abalanzó contra mí, me partió la cabeza con el fusil y quedé desmayado.
—Joder tío. Y ¿después qué pasó?, ¿a dónde fueron a denunciar?
—Me desperté en un hospital, los médicos me dijeron que no hicieron informe de mi ingreso para que el gobierno no conociera de los manifestantes. De allí fui a dormir a la casa del profesor de deportes. Mi recuperación fue muy lenta.
—Entonces en Venezuela tienen un estado de sitio, tío. —el malagueño pasaba el trapo secando las copas sin atenderlas y luego por su frente.
—No era necesario decretar el estado de sitio, todos estábamos encerrados; o por la delincuencia o por los policías y militares. Mientras tanto, en el barrio se corrió la noticia de mi ataque y la muerte de Efraín y como hay vecinos que son soplones, la casa de mis padres fue allanada y mi papá fue arrestado. Ahora mi padre es un preso político.
Manuel baja la cara y cierra los puños. Al volver a levantarla se dirige a la foto agrandada y enmarcada que decora la pared. Es la portada de una página de la prensa, reseñando al campeón de la Liga de Europa 2018, con la figura de Fernando Torres y Simeone en el estadio de Lyon, levantando la copa al cielo.
—¿Cuánto tiempo llevó la recuperación? —una copa se le cae al suelo, pero es indiferente a sus oídos.
—Fueron momentos de mucho miedo, mis profesores se comportaron muy valientes, tuve casi seis meses de cuidado. Mi mamá me visitaba a escondidas, dividiendo el día entre la cárcel y donde yo estaba.
—¿Hace cuánto llegaste a Madrid?, ¿dónde vives? —la pregunta la realiza el malagueño desde las tripas, donde se le retuerce una tapa de jamón con un trago de cerveza. —¿quieres una?, te la invito, tío.
—Gracias, yo sigo con la Coca Cola. A Madrid llegué hace siete meses, con el apoyo de varios profesores que hicieron una colecta entre distintos liceos. Ahora vivimos varios en una habitación y nos turnamos las camas.
—Qué suerte tienes tío, que estás trabajando. —remarca Miguel sin perder resquicio del cuento.
—El contrato del servicio la compartimos entre varios y eso nos permite cubrir las veinticuatro horas entregando pedidos. Sí, tengo mucha suerte de haber llegado a España.
—¡Joder! eres casi de la edad de mi hijo. ¿Y qué pasó con el futbol? —musita el malagueño con el codo recostado en la barra.
Manuel mantiene la mirada en la fotografía y el pensamiento en un sueño.
—¡Continúo preparando las piernas! —dice sacudiendo los muslos— Lo hago con la bicicleta. Cuando estoy cansado y me faltan muchas calles para entregar el pedido, sigo escuchando la voz de Efraín cuando me decía «Mueve las piernas, mueve las piernas».
M. Oswaldo Zambrano
OPINIONES Y COMENTARIOS