Singin ‘in the Rain

Singin ‘in the Rain

Mauricio Medrano

28/04/2020

Me internaron en el Hospital André Mignot. Me intubaron mientras estaba inconsciente. Desperté y tenía los brazos sujetados con unas correas. “Es para que no se saque el tubo”, dijo el médico. Llevaba un barbijo celeste y unos lentes de plástico empañados y vestía un pijama quirúrgico desechable.

—Es un acto reflejo querer sacarse todo lo que tenemos dentro de la garganta.

Lina estaba detrás de la ventana que daba al pasillo. Discutía con el médico. Y luego con las enfermeras. Lina siempre fue terca. La conocí en las calles de Palmira. 

1989: Caminaba de la mano de su padre, Talib. Tenía nueve años y preguntaba qué era el Muro de Berlín. “Por favor, baba”, dijo. Le pregunté cuántos años tenía y ella extendió los brazos, se paró de puntillas y me mostró ocho dedos. “Tienes nueve”, dijo Talib.

—Es lo mismo, baba —dijo Lina y esta vez me mostró diez.

Talib era mi traductor y yo era corresponsal de la guerra civil libanesa para la Agence France-Presse. Viajamos al pueblo de Srisfa, en la carretera de Marjalallun. Encontramos a unos refugiados libaneses que trataban de pasar la frontera con Israel. 

“O nos mata la guerra o nos mata la frontera”, me dijo uno de ellos: su rostro parecía una máscara de yeso cubierta de polvo. “Me dijeron que hay cuerpos que flotan en el riachuelo de Litani”, dijo Talib.

—Son cuerpos sin tierra.

Inicios de noviembre: Talib me dijo que las aprovecharía para visitar a su familia. Me pidió que lo acompañara. “Necesitamos alejarnos de la guerra”, dijo. Nos trasladamos a Beirut en una camioneta de la cruz roja. El conductor, que era un estadounidense de rostro bovino, escribió con su dedo en el polvo del parabrisas trasero: Pequod.

La RFI trasmitía por la radio la noticia de la caída del Muro de Berlín. “Miles de personas han tomado un muro que hasta hace unas horas significaba la división entre el Este y el Oeste”. 

Cruzamos pequeños poblados y las casas ardían y los corrales y los animales. Cerca de Beirut había un edificio en ruinas que parecía el esqueleto de una ballena blanca. “Huele a cabra asada”, dijo Talib. “Es olor de nuestros cuerpos cuando se queman”, dijo el conductor. Luego nos señaló unos cadáveres que ardían a la orilla del camino.

—La muerte es otra migración.

Talib vivía en un apartamento alquilado al norte de Palmira junto a su hija Lina y su padre Ahmad. Su esposa había muerto de leucemia cinco años atrás. “No lo supimos hasta que se desmayó en el cine mientras veíamos una película de Gene Kelly”, dijo Talib.

—Murió un viernes cuando yo le tarareaba Singin ‘in the Rain.

Lina a veces me pedía que le cuente sobre Francia. “¿También la arena se mete en los ojos?”. “¿Qué tipo de chador usan las francesas?”.

—Dibújame una oveja o una serpiente o una rosa.

Regresé a Francia cuando el Hezbolá y las fuerzas israelíes firmaron una especie de tregua. Lina se despidió en el ingreso a la zona de embarque. Me abrazó una de mis piernas. “Volveremos a vernos”, dije.

In sha’llah —dijo y se protegió detrás de su padre.

Talib me enviaba cartas semestrales.

“Un hombre ingresó a un mercado, se hincó con los brazos extendidos, luego oró mirando al cielo o tal vez no miraba nada, e hizo detonar la dinamita que cargaba”.

1996: Talib me pidió que criara a Lina. “En Francia tendrá más oportunidades”. Me dijo que en Siria solo habitaba la muerte. O el dolor. O la nada. Le dije que en Francia podría conseguirle trabajo de traductor. “Mi padre quiere morir en esta tierra”.

—Le detectaron Alzheimer.

Lina llegó en un vuelo adelantado. Tenía dieciséis años y la vi por primera vez sin el chador: piel morena, ojos redondos, cara delgada; cuello y brazos esbeltos. La recogí en el Café Eiffel. Se limpió la boca con una servilleta, se levantó con rapidez y paró de puntillas. Me sonrió y nos abrazamos.

“Mi abuelo ya se olvidó de mi rostro”. “Dicen que lo último que olvidamos son las palabras en nuestro idioma”.

Tramité su status de refugiada.

1999: Me entregaron un certificado donde estaba escrito: “Se aceptó la solicitud de visa de larga estancia con fines de ‘reunificación familiar’”.

“Al-Assad fue reelecto por otros cinco años”. 

La última carta de Talib: “Ayer encontré a mi padre en el quiosco de enfrente. Estaba descalzo y parecía tan frágil. Como un niño. Como un pequeño animal”.

También había hablado con Lina por teléfono. Se acercó a la puerta y se detuvo, trémula.

Baba nunca vendrá —susurró.

Talib y su padre murieron ese invierno.

“Diez edificios fueron bombardeados al norte de Palmira”.

Esperé a Lina hasta la madrugada. Llegó de una fiesta de su universidad. “Tu padre ha fallecido”, dije. “También tu abuelo falleció”.

—Por fin no tengo nacionalidad.

Dejó sus estudios. Ya no sonreía. Ya no lloraba.

2001: Discutíamos con frecuencia.

2003: Decidió irse a vivir con un ex novio de la universidad.

—No pienses en regresar.

—Nunca estuve aquí.

2010: Me jubilé.

2015: Vendí mi apartamento a una pareja de recién casados. Lina no regresó.

—Los martes podrá jugar bingo en el salón del asilo.

2020: Del asilo me trasportaron al Hospital André Mignot. La enfermera me preguntó si tenía familiares. Me tomó la temperatura y dijo que tenía cuarenta grados.

—Dio positivo a las pruebas de Covid.

Abrí los ojos: Lina estaba detrás de la ventana que daba al pasillo. Llevaba barbijo y un pijama quirúrgico desechable. Ingresó a la habitación. Guardó silencio durante un instante. Y dijo: “Te vi por la televisión cuando te sacaban del asilo”.

—Ahora tengo la edad de cuando me conociste.

Más tarde ingresó el médico con la enfermera. Me tomaron la presión.

—Hipoxia refractaria —susurraron entre ellos mientras salían.

Lina lloraba: se quitó los guantes y me tomó de la mano y me acarició el rostro. 

Luego se fue, pero dejó las huellas de sus manos apoyadas en el cristal.

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