Me siento al sol en el balcón. El sol me pega en la cara. Incluso me he podido quedar en manga corta. Los vellos del brazo se erizan, fruto de esa sensación tan placentera que es sentir cómo los rayos del sol penetran en la piel. Siento placer. Me distraigo con el aleteo ajetreado de un pájaro que intenta encaramarse a la rama del árbol que pega con mi balcón. Me dan pánico los pájaros. Pero lo observo con ternura, me alegra ver un ser vivo libre. Mirar su movimiento aleatorio, salvaje, es placentero. Incluso, soy capaz de apreciar su belleza, a pesar de mi fobia. Prefiero no hacer nada. Cierro los ojos y me dejo abrazar por el sol. Por un momento mi mente se va a aquellos domingos en los que nos reuníamos todos en casa de mi tía en Fuengirola. A las hamacas con las toallas de Coca-Cola y Curro, la mascota de la Expo 92. A mi madre trayéndonos un vaso de gazpacho a mis primas y a mí al borde de la piscina. A mis dedos arrugados de pasar tantas horas en el agua. Al tatuaje nuevo que se hizo mi primo Héctor en Londres en el brazo y que lucía bronceado tumbado en la hamaca. A mi tío Román y a mi padre discutiendo sobre política en el porche de la barbacoa. A las risas de mis tíos y mi madre en la cocina. A Curro y a Lola ladrando cuando salpicábamos agua fuera de la piscina. A mi padre durmiendo la siesta a la sombra de la palmera en el césped. A mi prima Eva leyendo revistas de moda al sol, a mi prima Noa en bikini repleta de lunares contando sus batallitas de los desfiles de moda con movimientos exagerados de manos. Al sabor fuerte a limón y vinagre del gazpacho que te hacía guiñar un ojo irremediablemente. A cómo Eva y yo devorábamos las costillas dejando sin nada que comer a las perras. A la piel fría que se quedaba en el culo de estar comiendo con el bañador húmedo.

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