Sonríe, al recordar lo mal que lo pasó en su primera incursión en el mundo laboral, hace ya más de mil años. Cuando con la inocencia de la juventud y la necesidad de sus circunstancias, decidió dedicar sus vacaciones escolares de verano, a intentar ganar algún dinerito extra.

Una vecina de la capital, le buscó un empleo para cuidar de un niño, de una familia conocida y allí que se embarcó, pensando que la vida era tan simple, como parecía.

Con apenas 16 años y bajo el yugo de una «señora», a la que debía tratar de «usted» (al menos si había gente delante) y con un pequeño monstruito hiperactivo, que no dejaba de perseguirla por el piso, retrasando las tareas domésticas, que también debía realizar, a pesar que esas no iban a ser, en principio, sus funciones. Con un sueldo mísero y desprovisto de cualquier protección legal. La vida le abrió los ojos.

En ese período corto, pero intenso, aprendió el valor de las cosas, la existencia de las clases sociales ( tanto tienes, tanto vales) y que el respeto no se gana con dinero.

Aunque no sabía aún, que quería ser en la vida y sin siquiera poder imaginar, que le depararía el futuro, solo tuvo muy claro, lo que nunca sería.

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