Los sabores son como esos recuerdos imperecederos, aquellos que no se borran, ignorando los estragos del tiempo en la memoria. Son capaces de devolvernos a la infancia, a nuestra niñez, a momentos e instantes que pensábamos haber olvidado, pero que reaparecen cuando nos sorprende un olor entrando por las fosas nasales, atravesando nuestra nariz y removiendo las pesadas losas tras las que se esconden en nuestro subconsciente retales de memoria.
Muchos dicen que cuando te enamoras se sienten mariposas en el estómago, yo más bien diría que este querido órgano mío entiende de otras cosas. Entiende de los garbanzos de mi abuela y de cómo me hacen sentir en casa cuando vuelvo de viaje o incluso cuando estoy en él. Cuando consigo encontrar un buen chorizo para prepararlos con el amor que ella me ha enseñado, con el cariño que nos transmite en la mesa, en cada uno de sus guisos y sus platos. Cocinarlos es hacerle un homenaje en la distancia, rememorándola cuando sigo su receta paso a paso y la pienso en esa pequeña cocina de objetos verde campo. Es como los pistachos, ese fruto seco que me devuelve a mi abuelo y a las tardes de Toró o a sus últimos días en el salón, cuando ambos los devorábamos riéndonos de que no les dábamos tregua mientras las cáscaras se iban acumulando en el plato y mi abuela decía que parecía que estábamos haciendo competición.
El estómago tiene memoria, como el olfato, que me devuelve al mes de septiembre cada vez que huele la dulce fragancia del jazmín deteniendo a mis pies inquietos para concentrarme en buscar la procedencia del olor y aspirarlo fuerte, intenso, para volver a sentirme allí, en el sur, con mi piel tostada por el sol y la promesa de esos días de libertad y calor.
Masa de maíz azul, salsa roja o salsa verde, el cuerpo que entra en calor y el sudor que se siente en la frente. Sensaciones que son como el trueno que advierte de la tormenta, del torrente que está a punto de generarse, del manantial que brota desde la lengua y que inunda el paladar antes de extenderse por la garganta proporcionando esa sensación de bienestar, de saber que estoy en el lugar indicado, de que los límites han vuelto a ser traspasados y de que las fronteras solo son líneas dibujadas en un mapa, palabras de una receta, como aquella que había en el aparador de la cocina, manoseada, manchada de manos sucias de chocolate y azúcar, de masa cruda que ingería con infantil glotonería en las lluviosas tardes de invierno asturianas.
El estómago es el mejor álbum de familia, ese en el que no envejecen las fotos, en el que las personas no se han ido, en el que vuelven como vuelve la Navidad cada año para ponernos nostálgicos, para recuperar esa sensación de amor, de cariño con todo el brillo de una imagen a color, de la sazón que nos hace sentirnos queridos, comprendidos.
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