No conocían el tiempo, por eso apenas se dieron cuenta de que Lilith –aunque su nombre vendría después– se había pasado treintaitrés años durmiendo. Había soñado, y era la primera de allí en hacerlo, con una vetusta civilización, con unos seres que se comunicaban a través de extraños sonidos que emitían desde el interior de sus amorfos cuerpos. Quedó prendada de inmediato de aquellas voces, se propuso aprender todo cuanto fuera necesario hasta llegar a dominar aquel arcaico sistema de comunicación. Por supuesto, no le fue fácil: el contacto con ellos no era posible, y la amarga sensación que la abrigaba al espiarlos de manera furtiva no la abandonó en ningún momento.
Aprendió primero los sonidos, y descubrió que formaban palabras. Consiguió dominar las palabras, y comprendió que se unían para estructurar frases. Cuando la sintaxis dejó de tener secretos para ella, los textos eran ya una realidad. El siguiente paso fue el más complicado: había anomalías, que aquellos seres llamaban tropos o figuras, que deformaban la realidad de las palabras y los textos que había conseguido aprehender. Hacer suyo el lenguaje poético fue, sin duda, la labor más ardua. La más gratificante. Pasó varios años escuchando poemas de todo tipo, tratando de captar su esencia, postergando siempre –como si su estancia allí fuera infinita– el momento de aprender a plasmar las palabras en soportes físicos, igual que hacían ellos; a recuperar de allí los sonidos, las composiciones, la felicidad. Dominó la oralidad, pero la escritura le quedó vedada para siempre: apenas compuso y recitó su primer soneto se despertó.
Estaba extasiada. ¿Qué había sido eso? El soneto todavía retumbaba en su cabeza. ¿Cómo explicárselo al resto? Su sistema de comunicación no tenía nada que ver con aquel, tan obsoleto. Era mucho más avanzado, más completo, más eficiente. Más frío. Trató de explicarles, pero apenas le hiceron caso. La conminaron a dejarse de historias que solo la despistaban, a centrarse en sus quehaceres. Un día, impotente, irrumpió en pleno consejo y gritó –cantó, pero eso ella no lo sabía– su soneto. Entonces descubrieron el eco y quedaron hipnotizados con las aliteraciones. El horror inicial –pues desconocían qué enfermedad, si es que existía la enfermedad, provocaba tal reacción en Lilith– apenas duró un segundo; la maravilla se apoderó del lugar. El asombro se mantuvo mientras el sonido rebotó entre los muros. Qué es eso, Lilith, enséñanos. Es lo que estoy tratando de explicaros desde que desperté (pero qué es despertar), les dijo.
Crearon una escuela de Idioma (Lilith les dijo que se llamaba Idioma) y siguieron un proceso de aprendizaje parecido al suyo, obviamente más lento. Lilith les enseñó los sonidos, las palabras, las oraciones y los textos. Lilith les enseñó los tropos, las figuras, el lenguaje poético. Cada uno asimiló la poesía a su manera. Durante un tiempo, porque entonces ya eran conscientes del tiempo, anduvieron recitando poemas por los rincones, poemas que Judith había memorizado a su manera y que cada uno recitaba a la suya, poemas que el olvido y la invención ramificaban dando lugar a nuevas composiciones. El descubrimiento del tiempo les hizo envejecer, la primera muerte de un semejante los llenó de estupor, de un desasosiego que solo pudieron calmar componiendo sus primeros poemas propios. Alguien advirtió: ahora que se comunicaban de manera lineal se habían vuelto vulnerables. Demasiado ocupados recitando sus creaciones, nadie quiso escucharlo.
Como no podía ser de otra manera, alguien descubrió que podía haber motivos ocultos en Idioma. Escarbó y encontró la ofensa. Ofendió y fue atacado. Cuando su agresor fue juzgado, él aseguró que no había hecho nada. Cuando el acusado fue condenado descubrieron la mentira. Con el florecimiento de la violencia comprendieron, con dolor, que aquel hermoso regalo guardaba veneno en sus entrañas.
Se reunió de urgencia el consejo para tratar el tema. Tras recitar la oración que uno de ellos había compuesto para prologar las reuniones, trataron de debatir acerca de Idioma. Tuvieron que esperar a que aquella salmodia subyugante se despegara de sus poros. Debatieron durante días, tal vez durante años, mientras fuera aguardaban todos la decisión, presos de impaciencia. Nunca se supo lo que sucedió allí dentro, si realmente estuvieron de acuerdo; tampoco si se comunicaron mediante su inveterado modo o prefirieron, como si de una despedida se tratase, hacerlo con aquel que tanto los desconcertaba, que tanto empezaban a odiar, a temer. Cuando hicieron público su veredicto lo hicieron como habían hecho siempre, por lo que debemos descartar el sofisma. La decisión era irrevocable: nunca jamás se volvería a hablar, quedaba terminantemente prohibido (aunque prohibido era, también, otro concepto nuevo).
Por supuesto, hubo protestas. Las encabezó Lilith, cómo no, quien se negaba por completo a renunciar a aquel don. Para los garantes de la ley del lugar suponía una cruel paradoja el tener que castigar a aquellos que protestaban sirviéndose de aquella embriagadora melodía. Finalmente se optó por el único camino posible, el destierro. Cuando por fin se apagaron los ecos de aquellos que optaron por el exilio, de aquellos que se marcharon cantando –aunque que eso era cantar lo descubrirían más tarde–, por fin pudieron olvidar Idioma, la mentira, la envidia, los celos. Por fin volvieron, impasibles, a ser eternos.
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