Aún está viva

Siempre
buscamos
el horizonte palpable
pero la única belleza está en la muerte de la belleza
cuando el disfraz
finalmente se consume.

Lorenzo llegó a su primera clase envuelto en su inocente entusiasmo. El ciclo básico común, requisito para todo ingresante a la Universidad de Buenos Aires, había sido maravilloso. Su mente podía gozar del éxtasis del pensamiento libre, circulando en debates con compañeros y profesores, destacándose casi sin proponérselo por su mente crítica y veloz, inquieta, curiosa y sagaz.

Estaba llegando, decíamos entonces, al primer práctico de Filosofía Antigua, luego de haber cursado un primer teórico donde los presocráticos y su búsqueda del Arché habían despertado un fuego -¿será el fuego el principio creador?- en su interior que alimentaba esta apasionada búsqueda de la verdad y de la belleza como dos principios inseparables dentro de su experiencia. La belleza, como diría Heidegger, de ese instante en que la verdad que permanecía oculta sale a la luz, aunque no fuera necesariamente algo que a primera vista guste.

Y la belleza de esta primera clase práctica de filosofía antigua iba a ser sumamente inesperada.

Entró, se sentó en un banco, conversaba con sus compañeros y compañeras, reía. Sentía con placer que aquellos días de ser el raro en el bachillerato habían acabado, se sentía en su lugar. Poco tiempo después entró la profesora. Una mujer joven, pero con un dejo anciano en su rostro.

Y entonces, el momento de sublime belleza se manifestó como una terrible sentencia:

-Si ustedes pensaban que venían acá a aprender a pensar, a reflexionar, están en el lugar equivocado. -expresó la profesora de filosofía. -Acá vienen a memorizar lo que los pensadores dijeron. Vienen a aprender lo que otros dijeron antes que ustedes. Así que si creyeron que iban a aprender a reflexionar, pueden irse en este preciso instante.

Y si bien Lorenzo no se fue en acto, si lo hizo en potencia. La belleza de esas desconcertantes palabras hicieron trizas el ideal del joven filósofo.

Durante un cuatrimestre más, intentó permanecer en la carrera de filosofía, a medida que su ideal se iba destruyendo cada día más. De la totalidad de profesores eran muy pocos quienes aún respiraban filosofía.

El entusiasmo ya era pasado en esos cuerpos amargados por un pensar que se les había negado. Pero, ¿qué había castrado la pasión del pensamiento en estas mentes ya gastadas?

Apenas unos meses después, la carrera era historia pasada.

Sin embargo, no lo era el filósofo ni el profundo anhelo de investigar la vida hasta su raíz, no lo era el contemplador de las posibilidades todas. Parecía que encerrarse en una perspectiva era imposible para este inquieto creador. Al salir de ese lugar donde los pensadores eran antiguas piedras ya gastadas, comenzó a descubrir la filosofía viva de la investigación de la sensibilidad

La única clase posible ahora era la vida, era la ardiente realidad que se encendía y se apagaba como una yegua de fuego, era un cuerpo sintiente y pensante investigando la existencia con la inocencia de un niño.

Y en la soledad de esta aventura de ser Lorenzo, nuevos compañeros comenzaron a aparecer, otros inquietos corazones abiertos a descubrir ese lugar donde el juicio y la moral quedan suspendidos y habilitan un genuino investigar.

En estos últimos siglos, se ha sabido incluir la sabiduría del cuerpo de la mano de pensadores como Spinoza o Nietzsche. Pero pareciera que hoy hay una necesidad de ir incluso un paso más allá: ese paso es el sentir.

Sin embargo, esta nueva ventana lo llevó a una sensación sumamente incómoda:

actualmente no sabemos sentir.

¿Quién de nosotros no se ha sentido preso de su sentir alguna vez? Y es esta prisión el punto de partida. Es esta prisión lo primero que Lorenzo necesitó reconocer para descubrir que aún no sabemos sentir.

¿Qué significa sentirnos presos de nuestro sentir? Su sensación era la misma que la de un hamster dando vueltas a la rueda en las noches. Se veía preso de una serie de pautas reactivas predeterminadas que condicionaban toda su experiencia.

Asumir que actualmente no sabemos sentir significa asumir que siempre reaccionamos igual ante los mismos estímulos.

Y entonces, otra vez, apareció la belleza, la verdad de desnudó frente a él. Pero esta vez permaneció. Entregado al éxtasis de lo invisible o de lo invisibilizado él también se desnudó.

Asumir que no sabemos sentir es asumir que, hasta ahora, nunca estuvimos en contacto con la realidad. Es asumir que toda nuestra forma de concebir la realidad se basa en en una representación heredada que ni siquiera sabíamos que operaba. Es asumir que toda la forma en que mi cuerpo reacciona a la realidad no tiene nada que ver con lo que profundamente soy.

Observó entonces un árbol que yacía frente a él. Vio el rocío caer por sus gotas. Todo estaba en movimiento, todo resplandecía. Sintió su piel erizarse, los poros abiertos en la multitud, permeables a la experiencia toda. Las lágrimas cayeron haciendo tambalear el universo todo. Atravesado por tanto misterio, se dejó conmover más allá de las palabras hasta entonces conocidas. Sintió el desgarro de la soledad, el pecho en su constante pulso de contracción y expansión. Solo y acompañado, único y unificado, la paradoja viva en cada célula.

Desnudo en la incertidumbre, recordó a su profesora de los prácticos de filosofía. Recordó la vez en que llegó angustiada porque había soñado que aplastaban a un pajarito (expresado así por ella, la joven doctora de filosofía, utilizando en una clase la palabra pajarito al borde del llanto.) Y de pronto, en este momento de sublime belleza, pudo ver: pudo verse como ese pajarito aplastado en la mente de la profesora, pudo verse también como la profesora perdida en el laberinto del pensar, supo reconocerse perdido en el laberinto, aplastado, y también reconoció el contorno de sus alas, el coraje de atravesar la moral para dejar que la vida se revele desde las entrañas de la tierra.

Y vio que el ave aplastada aún está viva.

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