Recuerdo a una vieja mujer que adoraba coser. Hacía ver a todos que lo hacía por amor a sus nietos, a sus hijos, a sus amigos cercanos. Pero tras su absurda filantropía ocultaba un placer secreto que solamente podía sentir cuando enhebraba la aguja, cuando hilvanaba el hilo, cuando medía y cortaba las telas, cuando se pinchaba con algún alfiler y cuando por fin tenía que ponerse su dedal brillante y metálico. No es que el acto de ponerse el dedal constituyese en sí mismo el éxtasis de toda su búsqueda placentera. No había nada parecido a un momento álgido en su recorrido, sino que era más bien un placer constante que se iba repitiendo -pero diferente, siempre- en puntos concretos como todos los que se encontraba, incluido el del dedal, pero no solo.

Coser es un trabajo minucioso. Preciosista. De miniaturas. De escribanos. De esclavos. Cada signo bien puntuado, cada hilo bien situado, en estricto orden: un hilo tras otro. Cada silencio, donde toca. Siguiendo un orden aparentemente preciso, un velo de Maya tras el que se esconde un caos sangrante.

Ese caos se sofoca cosiendo la carne o la tela, ocultándolo muy bien con el hilo y la aguja. Ilusión que oculta una fuga, una yaga eterna, costura que consiste en una fina cicatriz. El trabajo de repetición, el trabajo musical, la pasada, el pespunte, el dobladillo, afectando a aquella viejecita cuyo rostro jamás parecía agotado por las labores. Por la vida, si acaso, pero nada más.

La labor de aquella viejecita era anarquista sólo a medias. La otra mitad se la llevaba la tortura. ¡Qué imposible, qué inverosímil conjugación! Y coser lo hace, las une. La que cose, repite, la que cose, puntúa el hilo. La que cose, se protege, con arma de paciencia, con el dedal como escudo, con el fin de pincharse lo menos posible. En cuanto a la vida, no podía evitársela. Y los pinchazos que recibía eran cada vez mayores.

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