Remordimientos, sueños y condenas

Remordimientos, sueños y condenas

El día en que se gestó el comienzo de mi onírica condena, mi mamá murió en extrañas circunstancias, alcanzada por una piedra que yo lancé desde un puente sobre la autovía que dividía mi pueblo en dos. El elemento agresor, voló en un desafío errático por el cielo, partiendo de una apuesta infantil que puntuaba triple a los monovolúmenes de color negro, estrellándose con disimulo disipado por el ruido del cortante viento de la ventanilla abierta, por la que se escapaban las notas musicales que mi padre había grabado en un cd y que, en ese viaje hacia el hospital ubicado al otro lado del pueblo, columpiaban el sueño, eterno ya, de mi mamá, que apoyada la cabeza sobre el respaldar, se dejaba mecer el cabello, suelto por efecto del correr delicioso de sus ondas morenas sobre el asfalto, donde, tras impactar indebidamente muda, cayó, derrotada por el esfuerzo del vuelo que la mano inconsciente que la impulsara, encogió en un dolor fetal, la piedra ganadora que infantilmente sostenida, se encontró sujeta al infortunio de ese puente que desde ese momento dividió mi consciencia, suspendiendo en ella la concepción del seno materno que, había obligado a mis padres a un enérgico partir sin mí, por el impaciente empuje del feto por llegar, al son de unas melodías musicales que mi padre no detuvo, hasta que ingenuo de lo acaecido, paró, frente a las puertas de urgencias del hospital maternal, al otro lado de la autovía, que cada noche, como un preso a perpetua, yo, recorro, gateando a veces, andando la más, encorvado sobre un bastón que sangra, al ser plantado sobre los charcos que las gotas que cedió mi madre como consecuencia del impacto, crearon, en perfectos círculos concéntricos, separados entre sí quinientos pasos, quinientos, que no consigo completar noche alguna, mientras corro, con los ojos cerrados, vencido por la angustia de un sueño incompleto de lo que fue o no debió ser, no siendo más que un juego de niños desde un paso elevado que, cuando yo era pequeño, unía en dos mi pueblo, como un gran salto que emocionalmente sorteaba a esas vidas ajenas, que inocentes ante la condescendiente malicia de un retarse infantil, viajaban por la carretera en pos de sus sueños o de vuelta de ellos, regresando a sus hogares, hasta que una mal afilada piedra sin vida ni sentimientos, volaba enardecida por un desafío desde las alturas, elevándolas a ellas hasta los infiernos, como fieles decorados de un sueño macabro que, noche a noche, año a año, han perseguido a este viejo que apostó a gallo la pedrada más certera, saliendo indemne de sus consecuencias, gracias al silencio que los motores de cientos de vehículos, hacían a su paso por debajo y llevándose como premio, de por vida, la pesadilla recurrente donde cada noche, por más de ochenta años, ha nadado, de charco en charco y de puente en puente, por la corriente de una autovía que dividió, como un gran nervio central, su pueblo, antes del accidente y su vida, desde ese día.

Y de la que por fin despierta con los ojos cerrados por un alma caritativa, para descansar sin sueños, bajo la tierra del mismo cementerio que antaño sembraba cipreses a su lado del pueblo y que desde que demolieron el puente, para evitar más accidentes, ha cobijado a su madre y a su hermano mortinato, personajes desconocidos, que desde aquel día, le han acompañado en las noches, al vencerle su sueño y en los días, desde la mirada fija de un recorte de periódico, obtenido de las páginas de sucesos.

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