El comienzo después del final.

El comienzo después del final.

Hace tiempo que vi unas costuras rotas, unas raíces secas, un conjunto de árboles muertos a lo lejos parecidos a un mar apunto de convertirse en tsunami. Puede que solo me estuviese mirando en un espejo. Y puede que sí, que mis errores hayan corroído el presente, que todo se haya oxidado con el agua que mis ojos emanaban.

Fue un error, recorrí las muescas en las que se encontraban las febriles tardes de agosto, en las que hasta el revoloteo de una libélula me deprimía. Cogí todos los libros de la librería que creí haber quemado, leí capítulos donde yo era la protagonista que moría al final, sin que nadie lo esperase, leí cada página rememorando las viejas muertes internas, no encontré una sola resurrección. Liberé baúles dejando libres los fantasmas de las personas que se habían ido, y que un día habían llenado mis recovecos. Limpié navajas, quité el polvo a los viejos recuerdos, saqué brillo a las pasadas desilusiones, me hice un traje con los retazos de poesías suicidas y quemé los atrapa sueños que alejaban las pesadillas. Y nunca descubrí si lo hice por valentía o por tendencia a lo sombrío.

Y vine caminando cada día de vuelta a la cueva, porque no podía llamarlo hogar, con restos de esquirlas en el pecho, con presión en la garganta, con tensión en las salidas de emergencia, apunto de evacuar o prender fuego a todo.

Al final me quedé mirando cómo mi fortaleza se consumía hasta que solo quedó un manto de polvo en el que tuve que dormir cada noche, y que el único gesto que hacía al despertar era sacudirme la expresión llena de hollín, para que nadie viese que pasaba las noches durmiendo sobre restos de mi pasada guerra. Que la gente se escandalizaría, como si ellos no estuvieran tristes, como si nunca lo hubieran estado.

El camino de la destrucción siguió, caminé por las líneas que dibujó para mí, pensé que eran infinitas, pero solo eran trazos con tiza que se disiparon con los vientos del frío invierno. Y ya no supe cómo volver a casa nunca más.

Y estaba la pistola, la que ellos colocaron en mi sien, la que al final yo disparé, pero me culparon solo a mí, como si tener la presión del frío cañón sobre tu piel cada día no te incitase a hacerlo.

Alcé la bandera pidiendo ayuda y alguien la quemó antes de que pudiese levantar del todo el brazo.

Arrancó mis pestañas y las utilizó para sus propios deseos, y me hizo querer ver que eso era un acto romántico. Mientras, yo observaba en silencio el ataúd donde descansaban los huesos de las esperanzas pasadas a las que dejé de alimentar.

Deserté de todo, de mí misma, de los paisajes tristes de sus ojos en los que yo buscaba el sol que se escondía entre los árboles, pero que nunca salió.

Las palabras ya no volvieron a brotar con la misma facilidad de mis enredos, hicieron parón, se quedaron en un embotellamiento de coches por una carretera que no volví a frecuentar.

Me enganché a pesadillas de segunda mano, las adquirí a precio de ganga al acercarme a sus dueños quebrados.

Me entregué, como quien entrega una luciérnaga en un tarro, para ver si la persona tiene la decencia de volver a dejarla libre, y se decepciona porque o bien lo hace demasiado pronto, sin pararse a contemplar su luz, o bien no la suelta nunca, y al final se acaba muriendo de pena, antes que por falta de oxígeno.

Me acosté cada noche después de leer palabras de tinta que actuaban como nana de madre, y mis pensamientos formaban una nube sobre mí, apunto de estallar en tormenta, y revoloteaban, revoloteaban como mariposas en un invernadero sin el rocío de la primavera para alimentarse.

Lamí las heridas pensando que así se curarían, pero solo las infecté, y dejé pasar las carencias, que se acoplaron perfectamente a las ranuras, escondrijos, cuevas y roturas, donde ni siquiera su risa conseguía entrar, ni conseguía curarlas.

Rogué, me arrodillé, dejé puntos débiles abiertos a personas armadas hasta los dientes. Fui lo que ellos querían que fuese, a pesar de que mi reflejo pertenecía a una idea que alguien más había moldeado para mí.

Salté entre escombros sin zapatos, dejando un camino de sangre para que pudiese encontrarme, pero nadie vino a ver si el bosque me había tragado para siempre, o solo hacía turismo por el borde de un cuchillo enmascarando tristeza con valentía.

Me acostumbré a ver etiquetas con elevados precios al falso amor, y comprobar después que también se podía pagar en lágrimas.

Y paré de preguntarme los porqués de todo, y fue mi mayor error.

El piano desvaído y de música lúgubre me acompañaba con melosidad y se convirtió en el mejor amigo de mi nostalgia.

Pero llegó el día en el que todo cambió, hice todo pedazos sin ayuda de manos ajenas.

No volví a dejar de cuestionarme todo lo que había a mi alrededor, jamás volví a creer que el amor y las palabras bonitas tienen un precio, porque el cariño y el dolor no van de la mano como todo el mundo dice. Me di cuenta de que una muerte lenta e indolora no era amor. Nunca me volvieron a avergonzar mis heridas. Y aprendí que no son solo las cicatrices las que hay que lucir con orgullo, sino las heridas abiertas también. Recompuse mis tristezas en vez de colgarme a las de otros para normalizar las mías. Y me grabé a fuego en la mente, que si tropiezas, cualquier mano puede ayudarte, pero cuando tus pies cuelgan por el vacío más oscuro, solo hay una mano que puede ayudarte, y esa es la tuya.

Después de tanta tragedia, el amanecer de un nuevo día siguió esperando, hasta que decidí mirarlo de frente y seguir el camino correcto, aunque no fuera el más fácil.

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