Estoy cansado de ese chulo engreído de Julen. Cada vez que salimos de clase a jugar a fútbol en el jardín las miradas se centran en ese “medio-metro”. ¡Pero si con trece años seguro que sigue mojando la cama…!
No entiendo cómo Ane se ha podio fijar en él antes que en mí… Pero eso hoy va a cambiar; ¡ahora mismo va a cambiar! Todos los ojos están puestos en mí. Voy a lanzar el penalti que pasará a la Historia; el que me catapultará al maravilloso mundo de la popularidad, lejos, muy lejos de mi actual triste anonimato, y él no puede hacer nada para remediarlo. Está a mi espalda, con el gesto fruncido, impotente, ¡sabiendo que Ane me está mirando a mí!
La tarde está fresquita, con un cielo plagado de nubes oscuras que ahogan sin piedad a un sol donostiarra que lucha estoicamente por asomarse una última vez antes de irse a dormir (mañana también es día de labor para él). Corren por momentos fuertes ráfagas de aire, que alborotan mi pelo y dan un mayor dramatismo a la escena. Soy como Clint Eastwood en la Trilogía del Dólar, retando a mi pasado; peleando por mi futuro.
Andoni da once pasos desde la portería hacia mí, situando el balón en el punto desde el que patearé la pena máxima. En ese instante, todo se congela. Miro desafiante al portero, Patxi, mi mejor amigo, y aunque sepa que se va a dejar meter el gol, noto por primera vez que me tiemblan las piernas. Pero… ¿por qué? Si a mis trece años he lanzado más penaltis que días tiene un año… En fin, respiro profundamente, me concentro, y de un vistazo compruebo que Ane está pendiente de cada uno de mis movimientos, y que Julen se muerde las uñas muerto de envidia. Es mi momento.
Cojo carrerilla y chuto con toda mi alma, como si me fuera la vida en ello, o, mejor dicho, porque me va la vida en ello. Entonces, oigo un sonido estridente ¡Crash!, y el escaparate del Bar Jokin se desploma hecho añicos como a tres metros de la portería. Nervioso, comienzo a buscarme, y encuentro a mí ser tirado en el césped, perdido, entre la risa y el llanto y con las manos llenas de hierbajos. Sé que las cosas no han salido bien y las risas burlonas y descontroladas de mis compañeros, ¿o del mundo en general?, así lo confirman. Me quiero morir.
Muy despacito trato de componer los retazos de amor propio que me quedan (si no, ¿cómo demonios voy a salir de ahí?) y con la bilis asomándome por la boca, sin fuerzas siquiera para mirar en dirección a Ane, me pongo en pie, observo la suela de mi zapatilla y grito: ¡MIERDAAAAA!
Desde aquel fatídico día, cada vez que mi olfato detecta el mínimo atisbo de este olor mi cuerpo se encoge y me hago un poco más pequeño y miserable. ES EL OLOR DE LA DERROTA.
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