Un cementerio olvidado. No hay tumbas. No hay occisos. La tierra no fue profanada. Dos décadas transformaron en paroxismo el óxido que supuraba del tren, historias de guerra decodifican su descarrilamiento dentro de los libros.
Caminaba a su lado. Existe el día, pero no el sol. El gris en las nubes es un ultimátum.
Mi espalda me pesa. Mi mochila sólo lleva ropa; la ligereza no es consuelo; la voz de Diana es un castigo, el llanto de Flor es una condena. Escupí al suelo mientras salvaguardaba la calidez de mis palmas en los bolsillos del pantalón, no sin antes acariciar el crucifijo que bendice mi cuello cada sol y cada luna. A mis lados, sólo hay viento y metal muerto. El pasto lloraría de poder hacerlo al mancillarlo con las botas viejas que me heredó mi abuelo.
Los vagones del tren están tirados, desentonados de los rieles inertes.
Deja de llorar, Diana, ya no puedes hacer nada por ella. El viento me susurra, como a todos los que lo escuchan; maldice o apremia. Yo quería que se llamara Flor, Diana quería que se llamara María. Al final iba a ser Flor. Dios, perdóname.
Los peregrinos que trastabillan o corren para ubicar un nuevo destino al cual ceder, igual que yo, me preguntan por qué viajo solo. Les digo que escapo de una guerra que no existe; no digo que Diana perecerá en un manicomio el resto de su vida. Ellos bendijeron mi camino. Asentí, agradecí. Se llamaría Flor, estaría naciendo la semana que viene, cuando esté del otro lado, entregándole indiferencia a este país que me otorgó una madre y un padre.
Los mosquitos corroen mis venas; con la mano, hacía que se escabulleran. El frío que invade la tarde es como un hermano siamés de esta latitud. Lo recibo con aquiescencia. Miró los vagones masacrados del tren. Negaré voltear la cabeza a todo el camino que he pisado.
No fue tu culpa, Diana. Nadie te lo diagnosticó. Yo no quise meterme en problemas.
El cuchillo en su mano aún sangraba; su vientre, con el contenido de seis meses, estaba bifurcado. Diana soñaba todas las noches con que el bebé se asfixiaba. Decía que debía asegurarse de que estuviera respirando, porque ya se había cansado de que sus pesadillas le entregaran un niño deforme. Los dolores de cabeza debían solucionarse con algo más allá de una aspirina caducada que insistí en hacer pasar como milagro del día.
Me pidió que la llevara a un especialista. Le dije que mejor tomará otra aspirina.
En el camino dibujado a mis espaldas, decenas de pies apresurados crean sus propios trayectos; niños cabalgan los hombros de sus padres, atesoran la mano de las madres. Varones en compañía de la soledad y de una mochila.
Mi trabajo en la maquiladora me recordaba al subsidio que le llevaría a una niña.
Vendí la casa cuando supe que no podía dormir bajo el mismo techo que resguardaba un cuarto con una cuna que no acogería ningún cuerpecito o donde estaba la misma cama en la que abracé a la mujer con la cual quería ver las primeras arrugas en mi cara.
Miró los rieles, agujeraban el horizonte y se entregaban al infinito.
Vestimos sudaderas, vestimos pantalones, hay quien resguarda su intimidad con vestidos y chalecos y gorras y botas y lentes. Habría de contar sonrisas si existieran en este pasto que se ha extendido para ejecutar diásporas y otorgar nuevos destinos a personas que tampoco vieron la gracia de su economía florecer lo suficiente para otórgales un pasaporte o un vuelo de avión que atravesará la burbuja de la legalidad más allá de una frontera penetrada por rieles oxidados.
Los niños toman agua. Los padres prefieren tragarse su saliva.
Me miraré a un espejo y nunca más habré de recordar esta tierra.
Dos familias me odian y otra me fue negada. Diana me amará en mis sueños. Flor me abrazará en mis propias pesadillas. Adiós a todos los reflejos que me devolvieron la mirada detrás de mí. Adiós al nombre que se me entregó al nacer.
Las manos de los hombres y mujeres tapan los ojos a los niños.
Moscas libran sus batallas por la comida ante la putrefacción del cadáver de un perro otorgado a su suerte. Martirizan el aire con zumbidos, presumiendo su hambre y que les perteneceremos una vez que la tierra se convierta en nuestra morada.
Todos estamos sucios, todos apestamos, todos sudamos y queremos el final de los rieles.
Al menos, cuando despierte en la tierra que germina del otro lado, sabré que únicamente atesoro recuerdos que me embestirán si lo permito. Dejé de existir en este país, dejaré de existir en este pasto. Dejaré de existir la ilegalidad del otro sendero me atrapé; el sendero donde, por más que lo intente, su nombre seguiría siendo Flor y Diana no estaría a mi lado, no la estaría abrazando. No le diría que la adoraba. Ni siquiera podría decirle “adiós”.
A lo lejos, la guerra de las moscas seguía desatándose.
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