Hubo un tiempo en el que iba de un lado para otro, corriendo sin parar, haz esto, haz lo otro, un tiempo en el que no vivía en mi casa, en mi templo. De pronto, una pandemia, o eso decían. Encerrados en casa, pero yo todavía estaba fuera, pensando en las cifras, la productividad, en sobrevivir. En ese momento no lo sabía pero estaba en el exilio, fuera de mi casa, emigrando, inmigrando, migrando. De pronto una migraña, un dolor de cabeza que se agudiza, mi cuerpo tiembla, los cimientos de mi casa tiemblan, calor, mucho calor, frío, mucho frío, mi hogar se debilita, se tambalea, pero al menos he vuelto a mi hogar, a mi casa. Está desmoronándose pero estoy en mi casa. Aguanto, duermo diez y seis horas diarias, no puedo comer nada, el yogur griego que antes me gustaba ahora me sabe a rayos. No soy griego, quizá por eso ya no me gusta porque no es de mi casa, de mi cuerpo. En mi casa solo entra agua. Solo agua, nada de medicamentos, para no debilitar mi casa en esta lucha en la que se halla. Siete días en los que se tambalean los cimientos, en los que puedo morir pero al menos es en mi casa, en mi cuerpo. Porque he recuperado mi ser, el contacto con mi templo, con la vida y la muerte, ya no soy un emigrado más, un refugiado en la mente, en los pensamientos, en las ideas, en la fugacidad y mentira de la economía, de las promesas, de los políticos, de las falacias aparentemente verdaderas del sistema, de los títeres. Estoy más vivo que nunca a punto de morir. Siento todo mi cuerpo, mi templo, mi casa, por fin he vuelto aunque sea solo por un momento. Me recomiendan que no vaya al hospital, que no salga de casa, que lo atraviese yo solo. Me parece una barbaridad pero a la vez es lo mejor, permanecer en mi casa, en mi, en mi mismo, en mi ser, en mi templo, en mi cuerpo, no tener que huir nunca más, no tener que inmigrar más, no volver a emigrar, no contemplar el migrar. Me vuelve la migraña, ya son siete días.
Me encuentro mejor, poco a poco. El dolor de cabeza va remitiendo, mis músculos doloridos hasta el extremo recuperan su movilidad, solo con agua, recuerdo que el agua es el 80% de mi casa, que soy agua, que el agua no puede ser encerrada, que no tiene casa y a la vez por donde pasa es su casa. El mundo es nuestra casa, nadie es inmigrante, ni emigrante o migrante, todos somos ciudadanos del mundo, esto de las migraciones es un invento. Las aves cuando oyen: «¡Mira esas aves! emigran a tierras más cálidas». Ellas se ríen de esa tontería, de ese absurdo, porque el planeta es su casa, solo cambian de lugar, viajan, no migran, no emigran, no inmigran, eso es una invención del humano.
Y yo en casa, parece que me voy encontrando mejor, empiezo a comer alguna cosa, palmeras de chocolate, patatas fritas de bolsa… Lo sé , no es lo más sano. No estoy cuidando mi cuerpo, mi casa, pero a la vez es lo que me pide el cuerpo, mi casa, así que si me lo pide será por algo. Y yo encerrado en casa y a la vez libre en casa, en mi casa, en mi patria, en nuestra patria, en mi cuerpo, en nuestros cuerpos. Me siento, me escucho, no voy a hacer nada que no quiera. Descanso, disfruto del silencio, de mi casa y de mi casa. Y de mi. De mi ser. Y así varios días.
De pronto, un día me despierta un ruido, un ruido que viene del teléfono. No puede ser, lo he silenciado. Cada vez más ruido y más. Son las redes sociales, hay más movimiento que nunca, llenas de emigrantes, de inmigrantes de gentes encerradas en sus casas fuera de sus casas. Ruido, falsa alegría, animadores de feria, saltimbanquis electrónicos, acompañantes catódicos, la bruja avería mal imitada, Shakespeare vilipendiado, Calderón apedreado, los Rolling Stones haciendo de sí mismos, cuerpos semidesnudos que hablan de valores y aleccionan, piscinas de lujo que jalean la democracia del virus. ¿Todos iguales? Venga no me jodas, deja de decir jilipolleces. Clases de pilates desde Londres, cocineros desde Chicago, becerros haciendo política, cabestros usando a los muertos para defender ideologías de muertos, progres pidiendo unidad, libertarios de pacotilla sentando cátedra, zombies diciéndome que no esté triste, autómatas pidiéndome alegría y Trump haciendo de Trump. Trump tarán tan trump.
Silencio.
Pausa.
500.000 muertos oficiales, a saber los reales, mil veces más de muertos en vida, emigrados de sus cuerpos, inmigrados de sus seres, migrados de sus templos. Almas refugiadas, ausentes y olvidadas.
Respiro.
Vuelvo a mi casa. A miiii casa. En casa, encerrado en casa y a la vez libre en miiiii casa.
Y un día, poco a poco se puede salir. Lo agradezco, tampoco me desborda ni me embriaga la alegría, porque yo ya entro y salgo cuando quiero, porque soy libre aunque me tengan encerrado, porque dejé de ser un inmigrante en mi propia patria, porque he vuelto a mi casa, a mi cuerpo.
Cuándo la rueda vuelva a girar igual de rápido, ¿conseguiré seguir estando en mi casa aun fuera de casa? ¿Resistiré, como he resistido a esa maldita canción, los golpes del sistema, de la productividad, del consumo, del aparentar, del tener para no ser, del chatear para no estar?
Vuelve, vuelve a casa, me digo, lo hago consciente, estoy emigrando a los pensamientos, al futuro, a las ideas, a las proyecciones. Me arrullo: vuelve a casa, a tu templo, a tu ser. Respiro, siento mi cuerpo, otra vez en casa aunque esté en el parque, aunque esté en el supermercado o en el templo de oro de Kioto.
Y así será siempre, un trabajo infinito de volver a casa, al cuerpo, para no sentirnos inmigrantes, emigrantes o migrantes, porque eso no existe, eso son términos acuñados por el hombre, mentiras que nos desvelan las aves.
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