Despertó sobresaltada, intimidada por la oscuridad que la rodeaba. Se incorporó lentamente, tratando de recordar cómo había llegado hasta allí. De pronto, un olor muy familiar le acarició la piel. Aspiró profundamente y no le cupo la menor duda: era el olor de las croquetas de su abuela. Empezó a caminar, tratando de descifrar su origen. El miedo inicial, la sorpresa, habían desaparecido por completo dejando paso a la ilusión, a la memoria. Recordaba perfectamente la primera vez que las probó, aquella sensación incomparable tras romper la costra con los dientes, la explosión de bechamel abriendose paso en su boca, los pequeños trozos de jamón como contraste ante tanta suavidad.

Mientras avanzaba, mientras aquel aroma se hacía cada vez más intenso, los recuerdos se agolpaban en su cabeza. La mano de su abuela acariciándole el pelo, sonriendo orgullosa mientras ella devoraba las croquetas. Los ronquidos de su abuelo antes de comer, la siesta del borrego, recostado en el sillón con los pies en alto. El murmullo del mar que los abrazaba y la acompañaba durante todo el verano y le susurraba que todo estaba bien, que no había nada que temer. Le gustaba aparecer en su apartamento sin avisar, sabiendo que ella estaría leyendo, encogida en una silla, escondida, siempre escondida, tras sus gafas ahumadas. Sabiendo que él estaría a su lado, escudriñando las esquelas del periódico; o tal vez haciendo cuentas, anotando los duros perdidos en la partida de dominó; o quizá en el baño, acicalándose durante horas. Llamaría al timbre y le abriría él, quien no podría ocultar su alegría. A ella la besaría y abrazaría con fuerza, sabiendo que ya estaría teléfono en mano encargando un taco de jamón y, por qué no, unas chuletas de cordero para acompañar.

Ahora, como en aquellos tiempos, había olvidado lo que era el miedo. Aquel olor, como antaño el mar, le susurraba al oído que todo estaba bien, que todo iba a ir bien. Vislumbró, bajo un pequeño foco de luz, una mesa con un plato, un plato con unas croquetas, unas croquetas como las de su abuela. Detenida ante la mesa, aspiró con fuerza por última vez. Acercó sus manos y vio, con sorpresa, que habían perdido cualquier rastro de artrosis. A sus noventaicuatro años recién cumplidos comprendió, y, llorando de alegría, abrazó a sus abuelos, que la esperaban sentados a la mesa, y acercó uno de aquellos manjares a su boca.

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