Aquella máquina era su orgullo, y no es para menos, la llamaban la reina del taller. Aún la recuerda con los ojos llenos y la boca seria. Habla de ella siempre que tiene la oportunidad. No se debía solo a las dimensiones de la mandrinadora-fresadora Scharman, de veinte metros de largo y cinco de altura, sino también a las piezas que mecanizaba. Cuantas veces lo habrá contado, siete turbinas de cinco metros de diámetro para Japón, compuertas para presas, piezas para barcos, trenes, y hasta para cohetes de la NASA, seguramente. Nadie más podía manejarla, realizaba los trabajos más exigentes, los que nadie más se atrevía a afrontar. Y dice también, que en aquellos años no había en España otra igual, que la habían traído de Alemania.

La reina del taller llegó para afrontar una crisis que afectó a la fábrica y que estalló en el sesenta y nueve.

El estrépito de la maquinaria del taller entraba por los oídos y salía por la boca dejando un regusto de acero en la lengua. Marci se limpió las manos en un trapo blanco y comprobó que la piel brillante y desgastada por los aceites estuviera limpia para estrechar la mano al jefe. Subió a la zona de oficinas en un lado de la nave y llamó a la puerta del encargado, aunque la encontró abierta.

—Ya sabes, Marcial, que desde que se ha destapado la estafa de las máquinas textiles, y el Vilá Reyes vive en la cárcel, no nos entra trabajo.

El caso Matesa, no se hablaba de otra cosa en la fábrica. Marci solo asintió a la espera de noticias nuevas.

—Hay que reorganizarse. Tú vas a ir a la mandrinadora, con Ramos y Rocha.

Al salir del despacho echó un vistazo al taller desde allí arriba. Una marabunta de máquinas resplandecía donde las manchas de grasa no habían arraigado ennegrecidas. Parecía la sala de máquinas de un inmenso transatlántico. Marci se internó entre la mezcla de dialectos y acentos que recorrían el taller para comer el bocadillo especialmente callado. Los quince minutos del descanso no apremiaban a volver al torno, que ya había limpiado dos veces esa mañana.

Echaría de menos a algunos compañeros durante el cigarrillo del aparcamiento, y sin embargo a él le habían tocado los viejos pajarracos del taller. La pareja tenía siempre el trabajo adelantado con una producción del noventa y cinco por ciento, en turnos de doce horas la máquina no descansaba nunca. La incorporación de Marci reducía los turnos a ocho horas pero sobre todo amenazaba su equilibrio.

Aunque su juventud y fortaleza le precedían, desde que había emigrado al País Vasco había pasado por dos talleres antes de aterrizar en Luzuriaga, donde creía que tendría buenas oportunidades.

Durante esos días Marci descubrió que, cuando querían, uno de los viejos pajarracos se iba de vacaciones sin que la empresa se diera cuenta, mientras el otro le cubría. Con un tercero en el equipo y sin sus pagas extras, detuvieron la producción y pusieron a prueba al manchurriano, como le llamaban para ofenderle. Además lo trataban como a un criminal, tratando de cortarle el paso no solo en ese equipo, sino en la empresa.

La tercera noche que Marci sufría esa pesadilla, su cuerpo estaba rígido y los pajarracos lo metían en una máquina gigante de picar carne, Ramos fue a ver al encargado.

—Se trata de Marcial. No hace nada.

El encargado comprobó los datos de la máquina y después le preguntó si aseguraba lo que decía. Ramos asintió con la cabeza.

—La producción no ha bajado —afirmó el encargado.

—Porque lo hacemos todo Rocha y yo.

—Entonces me dice usted que producen en ocho horas lo mismo que antes en doce. Esto es grave. Significa que el señor Rocha y usted llevan una década robando a la empresa.

Ramos abandonó el despacho humillado y con una patada en el culo. Cuando horas después llegó Marci al cambio de turno, Ramos dejó el puesto sin dirigirle la palabra. Como no obtuvo respuesta a su saludo y a sus preguntas, Marci lo agarró en el aparcamiento, y le exigió que le diera las instrucciones antes de largarse. Ramos escupió al suelo y Marci lo arrastró al interior.

—Dime qué hay que hacer ¿Cómo dejas la máquina?

Ramos amagó un puñetazo, pero Marci lo bloqueó.

—Dale Marci, dale —gritaba Etxebarría que disfrutaba de la escena sentado en lo alto de su torno—, dale.

Con un golpe le bastó, sangraba el pajarraco por la nariz cuando se presentó el encargado acompañado de uno de los jefazos.

—Señores, entenderán ustedes que esto no puede quedar impune —sentenció el jefazo.

Los mandaron de vacaciones al día siguiente, la empresa ya decidiría qué medidas tomar.

Marci viajó a su pueblo dispuesto a disfrutar de su familia y a buscarse un nuevo taller a su regreso. A los tres días la dueña del teléfono público apareció en el río con un recado para él. Le llamaban de Luzuriaga. Caminó hasta el teléfono seguro de que le iban a notificar que no volviera más por allí después de las vacaciones, y de mala gana contestó al auricular cuando volvió la llamada. El interlocutor tardó en calmar a Marci.

Mientras volvía al río, rumiaba la conversación en su cabeza, «tiene que enseñarte a manejarla el fabricante que la está instalando».

—Tenemos que volver —le explicó a su mujer primero afligido por no poder disfrutar de su tierra y su gente más tiempo, pero después continuó con voz ilusionada—. Me van a poner en una mandrinadora-fresadora nueva que han importado, la reina del taller.

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