El ladrón de carteras

El ladrón de carteras

Eva Jara Blanco

25/05/2017

Yo robaba carteras desde que tenía cuatro años. Mi padre, se podría decir que era ladrón profesional, cada día me entrenaba para sustraer cosas a la gente al descuido.

Él era realmente bueno, había sido detenido muy pocas veces y nunca había estado en la cárcel y eso en mi barrio era todo un triunfo. Se había ganado el respeto de la gente y en casa tenía montado lo que podría decirse “Una academia para ladrones”.

Algunos días después del colegio nos íbamos los dos al metro y practicábamos. Si alguna vez me pillaban cogiendo algo, mi padre siempre salía del paso haciéndose el apurado, incluso se ponía colorado e interpretaba el discurso de… ¡Estos niños, qué vergüenza! ¡Lo siento mucho, tanta televisión! ¿donde lo habrá aprendido?… le devolvía lo sustraído y nos bajábamos en la siguiente parada.

Lo cierto es que había días en que el botín nos permitía comprar algunas zapatillas de deporte sin tener que heredar las de mis hermanos o comprar los libros para el cole o hacer la compra para una semana o pagar el alquiler. Nuestra economía no era muy buena así que cualquier ayuda era bien recibida.

Lo que si tenía claro mi padre es que, aunque me enseñara el oficio, no quería que yo me dedicara a ello de mayor, me instaba a estudiar y como él no me podía ayudar porque con dificultad sabía leer y escribir, me mandaba por las tardes al bar de su amigo Manolo. Allí ayudaba en lo que podía y aprendí bien las matemáticas, Manolo no necesitaba máquina registradora, me decía en alto la comanda y yo le calculaba el precio. ¡A ver niño! ¿Cuánto son dos cafés, dos porras, una barra para aceite y un chato de vino? Y yo le decía la suma. Aprendí también pronto a leer, así que me aprendía de memoria los diarios deportivos que había en el bar y luego los recitaba a los clientes si preguntaban por tal o cual fichaje o por el resultado de los partidos.

Con el tiempo seguí estudiando y aprovechaba los viajes de ida y vuelta del colegio, instituto y posteriormente de la universidad para sustraer algo en el metro. Para mis gastos. Algo no muy llamativo para no causar sospechas. Cambiaba mucho de líneas y horas de trayecto. Nunca me pillaron. Tuve el mejor de los maestros.

También realicé muchos trabajos eventuales y mal pagados pero que me permitía seguir con mis estudios. No quería terminar como la mayoría de mis vecinos y amigos. Entrando y saliendo de la cárcel, malviviendo.

Finalmente acabé la carrera de derecho y me hice abogado. Supongo que pensé que era una buena forma de ayudar a mis amigos del barrio, porque ellos seguían con el menudeo, los robos, el trapicheo de la droga… En fin, muchos de ellos iban a necesitar en el futuro un buen abogado, ¿Quién mejor que yo?

La vida nos da lecciones y elecciones. Yo elegí no ser como mi padre. Ahora vivo fuera del barrio aunque voy mucho por trabajo. Mis principales clientes están allí, aunque ellos no son quienes pagan mis facturas, para ellos lo hago gratis. Tengo una vida bastante normal, trabajo en un buen bufete que me permite además tener “mis clientes” sin facturación. Me casé y tengo dos niños preciosos, a los que el abuelo intentó enseñarles el arte de la sustracción, pero, curiosamente, a pesar de ser buenos con los móviles y la Playstation no son nada hábiles con las manos para la sustracción, así que los ha dejado por imposible.

Para terminar decir que mi padre, a su edad sigue sustrayendo carteras, pero ahora cuando le pillan, que cada vez es más a menudo, vuelve a hacer un numerito de actor profesional, ahora se hace el abuelo que chochea y al que le ha dado por robar. Lleva mi número de teléfono en un papel y se lo da al segurata de turno para que me llamen y le vaya a recoger. Yo me suelo hacer el sorprendido, les digo que esta senil y que perdonen las molestias y me lo llevo.

Reconozco que yo podría haber sido mejor ladrón que él, pero no me gustaba lo que implicaba, aunque, ¿Quién sabe?, quizás de mayor se me vaya la cabeza y me dé por volver a los orígenes y terminar mis días como los comencé.

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