Jugando con fuego

Jugando con fuego

Ricardo Serra

24/05/2017

¡Cuánto me aburriría si no fuera por mi pistola! Hoy he conseguido derribar a ocho soldados con diez disparos. Pero seguro que pronto llegaré a no fallar ningún tiro; sólo es cuestión de práctica. Lo que se me hace muy pesado es volver a colocarlos de pie sobre sus peanas de plástico y, sobre todo, buscar las balas por toda la habitación, porque estas dichosas bolitas ruedan como locas, y muchas veces van a parar debajo de la cama.

Hemos venido a vivir a esta ciudad del norte de África hace un par de meses, y aún no tengo amigos. Únicamente puedo contar con mi hermana, pero sólo tiene diez años, dos menos que yo; y, como es una chica, nos cuesta trabajo encontrar algún juego para divertirnos juntos.

-¡Eso parecen disparos! -de madrugada, mamá despierta alarmada a papá.

-¡No mujer! Es que aquí se celebran las bodas explotando petardos.

Pero ella tiene razón. Poco antes de amanecer, llama a la puerta mi tío, natural del país, diciéndonos que lo acompañemos a su casa porque acaba de estallar un golpe de estado. Yo no sé muy bien qué es eso, pero parece algo grave. En el corto trayecto nos topamos con un control militar. Un soldado nos pide la documentación introduciendo su fusil por la ventanilla del coche. Me asusta enormemente el agujero negro del cañón que nos apunta, tan parecido y tan distinto del de mi pistola de juguete. Gritando en árabe unas palabras que no entiendo, nos permite seguir nuestro camino.

Durante varios días permanecemos en casa de mis tíos. Por las noches oímos tableteos de ametralladoras con ecos que nos sobresaltan; pero apenas existe oposición militar, y el golpe de estado cuaja rápidamente.

Poco a poco, el país va recobrando la normalidad, y papá vuelve a su trabajo en un taller mecánico.

A raíz de la revolución recién nacida, ha cerrado el colegio italiano donde me habían matriculado. Ahora sólo están abiertas las escuelas árabes, pero desconozco por completo este difícil idioma, y no va a ser posible que, a corto plazo, me incorpore a las clases. Según están las cosas, mi padre decide que lo acompañe al taller mientras se busca alguna solución, pues así, al menos aprenderé un oficio.

Pasadas las cinco de la tarde de uno de los días en que yo zascandileo por el garaje, entra un coche particular conducido por un soldado, con uniforme y sombrero de mimetización más adecuada para la selva que para un paisaje desértico. Pide, muy sonriente, que se le instale un aparato de radio. Aún está en vigor el toque de queda que autoriza a los miembros del ejército a disparar contra cualquier ciudadano que circule por las calles más allá de las siete de la tarde. Mi padre comunica al militar que no tendrá tiempo suficiente para acabar la instalación y llegar a casa antes de la hora estipulada por el toque de queda. El soldado empieza a juguetear con su pistola, haciéndola girar entre sus dedos como un matón; y sin dejar de exhibir su sonrisa, que ahora me da miedo, asegura que se va a llevar la radio instalada. Pero garantiza que cuando acabe, él mismo lo escoltará hasta casa. Papá le pide que, al menos, me deje salir a mí; y el militar, con una de sus muecas exageradas, accede a que me vaya, acompañado por uno de los mecánicos que están finalizando su jornada.

Cuando llego a casa, comparto la angustia con mi madre y mi hermana. Dudo que aquel chalado realmente tenga intención de cumplir con la escolta prometida. Y, peor aún, temo que sea capaz de pagar la factura con monedas de plomo.

El tiempo transcurre muy lentamente mientras esperamos pegados a la ventana vigilando el camino que llega hasta nuestro portal. La tarde se apaga ahogada en nuestra angustia, y da paso a una noche negra que no pinta nada bien. Tengo la impresión de que han pasado varios meses de oscuridad, cuando dos faros en movimiento iluminan la estrecha carretera de tierra. Tras los primeros focos, aparecen otros dos, de un coche que sigue al primero y lo alumbra en su parte trasera. Inmediatamente sé que éste es el del soldado. Sin embargo, con tan poca luz, no estoy seguro de que el segundo vehículo sea el de mi padre. El camino se abre un centenar de metros hacia la derecha de nuestra ventana, describiendo una curva entre palmeras que viene a parar al pie de nuestro edificio. Cuando llegan y se detienen, vemos con gran alegría, que el segundo automóvil es el Mini rojo familiar. Papá y el militar abren las puertas al mismo tiempo. Se estrechan la mano junto al portal de la casa y las sonrisas de ambos iluminan la noche con una hermosa luz cálida. Cuando nos abrazamos, un olor fresco de brisa marina nos acaricia.

Me dirijo a mi habitación, busco mi pistola de juguete y, con las puntas de dos dedos, la deposito en el cubo de la basura.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS